Me
sobrecogía el silencio al bajar con mi abuelo hasta la estación para coger el
tren que me devolvería a Zaragoza. Aún siento la misma congoja cada vez que
recreo la película en blanco y negro de los días que me despedía de Caspe. La
calle Vieja, la calle Mayor, la calle Baja, el Hotel Latorre desde donde miraba
de reojo el cine Goya, los jardines de la estación… Aquel era el corredor de la
muerte de mis días felices. Yo caminaba detrás de mi abuelo Valentín con el
mismo entusiasmo que un condenado camina hacia el patíbulo. Clavaba los tacones
de sus zapatos en los adoquines y yo escuchaba el ruido de la suela
de cuero cuando aplastaba piedrecillas o arena. Toda la vida he pensado que me
gustaría hacer ese ruido de los zapatos de mi abuelo. Y lo que de verdad ha
ocurrido es que en muchas cosas no he llegado ni a la altura de la suela de sus
zapatos...
Una vez en el tren
tenía que asimilar que me alejaba del paraíso. Antes de llegar a Escatrón, ya sacaba
las cuentas de los días que pasaría lejos de Caspe, de mis amigos, de las
bicicletas, de mis abuelos, de la plaza, del barbero, de los cines Lucero y
Goya, de la Porteta, de los jardines de La Balsa, de la calle Borrizo, del Mar
de Aragón, de los juegos en las escaleretas de la iglesia…
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