26 julio 2015

La educación que recibí

En mi casa se hablaba poco  o nada de Habermas, Wittgenstein, Kandinsky, Stefan Zweig o Gaspar Torrente. Sin embargo, tengo la certeza de haber recibido una esmerada educación. Soy lo que soy por la maravillosa herencia que me legaron mis padres.

Hoy he redactado este decálogo en el que recojo diez principios pedagógicos en los que fui educado.

1.- Cada vez que me veía, mi abuela me decía: «Ya está aquí el más guapo del mundo».

2.- Desde que en Caspe empecé a ir a la escuela de doña Julia en la calle de La Balsa mi abuelo me repetía: «estudia todo lo que yo no pude estudiar. Estudia, que para ti ha de ser». Yo no había cumplido dos años, pero aún me parece escuchar su voz rota por los años de consumo continuado de Celtas cortos.

3.- Mis padres me regalaron las palabras de nombrar y entender el mundo, las palabras que me han traído hasta aquí.

4.- Mis padres me acompañaron y estuvieron siempre pendientes de mí. Me quisieron por todo y totalmente. Sin reservas.

5.-En un entorno difícil, en un país miserable, mis padres supieron hacer un mundo acogedor, amable, amoroso y propicio para mí.

6.- Una regla de conducta: no te des a entender. Que no tengan que llamarte la atención.

7.- Entonces yo no sabía la transcendencia de este pensamiento, pero mi abuelo Valentín me decía: «Aquí, si te descuidas, maño, te quitarían la manera de andar».

8.- No, no eran aragonesistas. Pero bastó que amaran tanto lo que tenían más cerca: la gente, la tierra, el paisaje, las palabras… para que yo amara Aragón tan radicalmente como ahora lo amo. Quizá todo estaba ya resumido en los últimos versos del Himno a Caspe:
«Caspe, Caspe, la del Compromiso,
Caspe, Caspe, del Bajo Aragón,
Caspe, Caspe, la de los olivos
Caspe, Caspe, donde nací yo».

9.- Mis padres eran piadosos, al estilo de Piedad de Miguel Mena, y quisieron que yo también lo fuera. Tenían la capacidad de conmoverse con lo que les pasaba a otros. Podían compartir el dolor o la felicidad de las personas que querían.


10.- Tenían el don de la alegría de estar juntos. Éramos muy felices en las fiestas y las celebraciones compartiendo la palabra. No teníamos nada y lo teníamos –sin saberlo– todo.

21 julio 2015

Un cobarde que apenas teme ya nada

Para entender lo que escribo –si es que se puede entender algo alguna vez– hay que considerar que yo soy un cobarde. Soy un cobarde, en general, para las cosas del mundo, y un cobarde para todo lo que tiene que ver con los procedimientos médicos. Durante los primeros cincuenta años de mi vida no me hicieron ni un análisis de sangre, pero en los últimos cuatro meses he estado muy entretenido con un gran nódulo tiroideo del que no sé ni cuándo comenzó a crecer ni desde cuándo vivía en mi cuello. Me han hecho cuatro o cinco pruebas, he acudido a consultas de varios especialistas y, finalmente, el viernes 3 de julio, a las 14h., ingresé en una conocida clínica zaragozana –como dirían las crónicas de sociedad– para que me practicaran una hemitiroidectomía o, lo que es lo mismo, para que me quitaran medio tiroides, justo el lóbulo que servía de sustento al intruso.
Desde que en abril decidí ir al médico hasta ahora mismo he procurado que mi enfermedad no les doliera antes de tiempo a las personas que quiero, evitando que sus preocupaciones se sumaran a las mías. Hasta que no supe qué día me operarían no les dije nada a mis hijos. Se hubieran entristecido tanto y hubiera servido de tan poco su tristeza, que he preferido no decirles nada.
Se han cumplido cien horas de la intervención. Es poco rato. Quizá alguien me quería por mi nódulo. Pues en ese caso he de decirles que lo nuestro se acabó. No tengo nódulo ni tengo medio tiroides, pero tengo la certeza de que voy a ser muy feliz con mi glándula incompleta. Estaba escrito que mi primera enfermedad tenía que ser una enfermedad aragonesa: un bocio, como el que padeció mi abuela.
Sabía que esa tarde de julio en la conocida clínica zaragozana me enfrentaría a la madre de todas las siestas. La anestesia te duerme, pero sus efectos son más inquietantes. Con la anestesia paralizan todos tus sistemas, reduciendo su actividad y, sobre todo, con la anestesia el enfermo no tiene recuerdos de lo que le ha pasado.
Mientras llegaba la hora, mi hija me hizo una fotografía, ya vestido con el camisón de la clínica y con unas zapatillas de don Pantunflo. Era la primera vez que me ponía un camisón. Desde el principio eché en falta una abertura en la parte delantera, un poco más abajo del ombligo, para ir al baño. En esa foto aún sonrío. Alguien pagaría, seguro, un puñado de euros por ella.
Con un poco de retraso sobre el horario previsto, entró en mi habitación –la 216, convertida desde que puse mis pies en ella en la Room Force One– el celador del quirófano. Iba a ser mi taxista particular. Siguiendo sus indicaciones, me tumbé en la cama con la misma falta de convicción de los jugadores de fútbol falsamente lesionados, a los que el árbitro les exige salir del campo tumbados o sentados en la camilla mientras hacen momos a la grada y escupen (los jugadores de fútbol tienen el gen de escupir permanentemente). El celador de pocas palabras me bajó al sótano. Todas las luces del techo de todos los hospitales deben ser las mismas luces, las luces de los techos de los pasillos de los hospitales de las películas. Mientras alguien podía vernos, mi conductor se mostraba cuidadoso y apenas rozábamos las esquinas y los marcos de las puertas. Cuando desaparecimos por el sótano, se relajó al volante y la cama se golpeaba con cada obstáculo por pequeño que fuera. Es el efecto tour de Francia –me dije–. Todo es de otra manera cuando nos ven o cuando sabemos que podrían vernos.
A esas alturas del drama, solo pensaba en Virginia, en Blanca y en Guillermo. Quería que sus sonrisas fueran mi última imagen antes de que los fármacos vararan mi cerebro en un puerto desconocido. Me inquietaba perder alguno de mis recuerdos, despertar y ser ligeramente otro. Me preocupaba despertarme siendo menos zaragocista o siendo un poco del Madrid. No quería olvidar la felicidad de los días de luz y palabras ni los caminos de ida y vuelta que juntos hemos trazado durante estos años. No quería olvidar ninguna de las frágiles convicciones que dan algo de sentido a mi vida. Con estas ideas revoloteando en mi cabeza, me dormí. Desperté sobresaltado. Creía que me ahogaba. Intenté incorporarme y defenderme a manotazos de no sabía quién. Me pasaron de la mesa de operaciones a mi cama. Enseguida me acercaron a una puerta. Virginia y Blanca me esperaban. Me besaron apresuradamente. No tuvimos tiempo para más, pero en ese instante supe que era quien soy, quien siempre había sido, que nada había cambiado. Pregunté la hora. «Las seis y cuarto», me dijo alguien. No distinguí quién era porque en el quirófano todo el mundo va vestido para un atraco. El anestesista me adelantó que iba a estar un buen rato allí, con las manos y los pies congelados y el corazón caliente, mientras me despertaba.
He pasado las cien primeras horas viéndolas venir. No he hecho nada, salvo dejar que pase el tiempo. Cada rato he estado mejor que el rato anterior. No tengo dolor. Hablo bien. Camino mirando al suelo, como el penitente que arrastra sus culpas, intentando proteger la herida de mi cuello.
Estos días mi estado de ánimo se refleja en la cocina. Al principio solo di algunas indicaciones, amables, mientras Blanca y Virginia preparaban la comida. Luego empecé a protestar si no utilizaban la sartén precisa. El lunes preparé la salsa de la pasta y el gazpacho de la cena. El martes hice ensaladilla rusa a la victorjuan y, por la noche, preparé revuelto de champiñones y gulas. Y me bebí una ámbar. Todo está bien.

Durante los últimos meses he descubierto que soy un cobarde que apenas teme ya nada.

***Coda: 
esta historia tiene su día de la marmota. El 15 de julio volvieron a operarme para quitarme el resto del tiroides. Soy ahora, como dice Melero, un auténtico aragónes.

19 julio 2015

La vida se pasa sin sentir

Durante cincuenta años no había ido al médico nunca, no me habían hecho un análisis de sangre, no había estado ingresado en un hospital… Todo eso es mi pasado remoto. Ahora tengo equipo médico habitual y he aprendido que soy más valiente de lo que creía, que el dolor nos hace más humanos y nos ayuda a entender mejor el mundo. Estoy en ese momento en el que me asusta más el sufrimiento de las personas que quiero que mi propio dolor. Ahora sé que hay que afrontar la enfermedad con humildad y confianza.

Mi cirujano y mi anestesista son hermanos: Fernando y Javier Martínez Ubieto. Los dos son zaragocistas, es decir, personas de bien. Javier, el anestesista, me atendió desde que entré en el quirófano.
–Los zaragocistas –sentenció– tenemos que pincharnos entre nosotros.
Unos días antes habíamos coincidido en la consulta de Fernando y yo le había regalado un ejemplar de nuestro Álbum de fotografías del Real Zaragoza de ediciones La Ventolera. Aquella tarde en el quirófano, se sentó al borde de la cama y me dijo que le gustaba mucho el texto de presentación del álbum que firmamos Melero y yo. Mientras disponían todo en la mesa de operaciones, Javier y yo hablamos de Melero, de su biblioteca y de su Leer para contarlo, que acaba de reeditarse. Luego me preguntó cómo era Luis Alegre en la vida real. Le conté lo más aparente: que es amigo de todos, que tiene mucho éxito con las mujeres y que organiza unos estupendos encuentros con gentes de cine en Zaragoza… No tuvimos tiempo para más.
–Ahora –me dijo– te vas a dormir enseguida. Lo mejor es que lo hagas pensando en nuestras cosas. Piensa en Violeta, en Arrúa, en Juan Señor y en el gol de Nayim. Todo irá muy bien…».

Ya estoy en casa. He dormido mal en la clínica y he comido peor, pero no vamos a los hospitales a dormir o a comer. Melero me dice que un auténtico aragonés no tiene tiroides. Me río tanto que temo por la costura de mi cuello.

Miguel Mena y Fernando Sanmartín me escriben cada día. Mis amigos son la red sobre la que hago los saltos mortales. Me recuerda Fernando que hay un tiempo para la acción y un tiempo para la contemplación. Pronto volveré a predicar por los desiertos. Ahora he convertido este valle de lágrimas en un balneario. Tengo la certeza de que para vivir os necesito a vosotros. Del tiroides ya ni me acuerdo.