Presentación de Todos los nombres. Víctimas y victimarios (Huesca, 1936-1945) de Víctor Pardo Lancina y Raúl Mateo Otal
Víctor Juan
Todos somos conscientes de que hoy, aquí y
ahora, estamos viviendo un momento histórico. Gracias a Raúl Mateo Otal y a Víctor
Pardo Lancina estamos participando en este salón de actos de la Diputación Provincial
de Huesca de un momento que siempre será recordado. Vamos a poner palabras
donde durante décadas solo ha habido silencio y olvido. Vamos a transitar por
caminos desconocidos, intuidos por muchos de nosotros, y ahora perfectamente
delimitados por Todos los nombres.
Víctimas y victimarios (Huesca, 1936-1945), una precisa cartografía del
horror y de la memoria, de la miseria del ser humano y también de la dignidad
que de vez en cuando nos caracteriza.
Raúl y Víctor son
sobradamente conocidos en la ciudad, pero voy a permitirme decir dos cosas de
ellos. Víctor y Raúl son dos ángeles buenos que velan en la ciudad por la
conciencia de todos. No les guían más intereses que la verdad y la justicia. Y
eso, en los tiempos que corren, ya es revolucionario. Estos proyectos en los
que con frecuencia se embarcan les hacen perder dinero, invertir en quimeras el
tiempo que les roban a sus familias, a sus amigos y a sus aficiones. Incluso es
posible que estos trabajos les hagan ganar enemigos. Ellos saben –como escribía
Ramón Acín- que quizá alguna puerta se les cerrará o que alguien les negará el
saludo. Pero su compromiso está por encima de todas estas circunstancias.
Raúl y Víctor trabajan
lejos de la academia y de sus servidumbres. Esto entraña ciertas dificultades,
pero asegura que no tienen intereses al margen de la propia investigación, que
sus trabajos no son un medio para conseguir otra cosa sino que son un fin en sí
mismos.
Raúl y Víctor son
ciudadanos, ciudadanos valientes. Ellos, con la colaboración de otras personas,
han hecho de Huesca una ciudad más hermosa. Se hermoseó la ciudad cuando se le
retiraron a Francisco Franco los honores que el ayuntamiento de Huesca le había
concedido en los primeros años cincuenta. Por eso el dictador ya no es ni hijo
adoptivo ni alcalde perpetuo de la ciudad. Lo de recuperar los regalos que en
aquella ocasión se le hicieron (un escudo de oro y diamantes valorado en 16.500
pesetas de las de 1952 y un pergamino) ya es arena de otro costal. Víctor y
Raúl trabajaron para hacer realidad en 2004 el homenaje a Ramón Acín y a
Conchita Monrás o, más recientemente, el «Memorial a los fusilados en Huesca», el
proyecto que recuerda en las tapias del cementerio el nombre de los 548 seres
humanos que fueron asesinados. Si en cada ciudad hubiera media docena de
personas como Raúl y Víctor, aunque nos conformaríamos con que hubiera tan solo
una, tendríamos un país más justo y más decente.
Raúl y Víctor han trabajado en la
redacción de Todos los nombres escrupulosamente, es decir, con honradez y rectitud, con exactitud
y esmero. Han trabajado sin desmayo. Le han dedicado a este libro
el tiempo, la ilusión y la inteligencia que un proyecto de tal envergadura les
pedía. Por eso su dedicación me recuerda el espíritu con el que trabajó María
Moliner en la elaboración de su Diccionario
de uso del español y que ella misma resumía en la presentación de la
primera edición con estas palabras:
«Por fin, he aquí una
confesión: la autora siente la necesidad de declarar que ha trabajado
honradamente; que, conscientemente, no ha descuidado nada; que, incluso en los
detalles nimios en los cuales, sin menoscabo aparente, se podía haber cortado
por lo sano, ha dedicado a resolver la dificultad que presentaban un esfuerzo y
un tiempo desproporcionados con su interés, por obediencia al imperativo
irresistible de la escrupulosidad; y que, en fin, esta obra, a la que, por su
ambición, dadas su novedad y complejidad, le está negada como a la que más la
perfección, se aproxima a ella tanto como las fuerzas de su autora lo han
permitido».
Este libro no habla del
pasado. Somos lo que hemos sido. El pasado no está detrás de nosotros. El
pasado lo tenemos siempre ante nosotros. Somos estos nombres y la injusticia
del silencio, y el dolor y ahora también somos la luz que proyecta este libro.
En 1992, cincuenta y seis años después del inicio de la Guerra Civil,
diecisiete años después de la muerte del general Franco, Julián Casanova
coordinó al grupo de investigadores de la Universidad de Zaragoza que publicó El pasado oculto, una gran base de datos
sobre los asesinados en Aragón. Tuvimos que esperar mucho tiempo para poder
escribir la relación de los otros muertos, los nombres que no figuraron en
monolitos o en las fachadas de las iglesias. Aún hoy es necesario escribir sus
nombres y alimentar la memoria. Muy cerca de Huesca, en Lasieso, encontramos un
ejemplo evidente de estos agujeros negros por los que desaparecieron los
nombres y la historia de los perdedores. En el frontal de la fachada de la
antigua escuela puede leerse «Escuela Nacional Mixta…» y hay un nombre borrado.
Alguien picó la piedra. Afortunadamente, sabemos que falta el nombre de Ildefonso
Beltrán Pueyo, el inspector de escuelas y diputado por el Frente Popular en las
elecciones de febrero de 1936.
Ante el recuerdo de las
víctimas, ante la constatación del horror, es imposible no preguntarse cómo fuimos
capaces de estas atrocidades, cómo la gente común pudo tolerar que se asesinara
impunemente a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo, a sus familiares y a
sus amigos… Cómo pudieron seguir viviendo conociendo a los asesinos… En No se fusila en domingo, las magníficas memorias
del médico Pablo Uriel en las que cuenta cómo vivió la guerra civil en Zaragoza
y Belchite encontramos la respuesta. En la gente se instaló un pensamiento
perverso, deshumanizador: no son como nosotros –se repetían–, son malos,
merecen morir. Este pensamiento está reflejado en la actitud de una monja
joven, la hermana María, dulce en el trato con los enfermos, persona a la que
Pablo Uriel conocía desde antes del inicio de la guerra y a la que consideraba
una mujer bondadosa.
«La hermana María entró
como una tromba. Su hermoso rostro expresaba una emoción exaltada.
-¡Ay, Dios mío! Acabo de
pasar por la sala de disección; por lo menos hay doscientos muertos. ¡Es
horrible! Y hasta hay mujeres y niños.
Al comprobar que todos la
mirábamos, asombrados y silenciosos, se ruborizó, bajó la vista y dijo unas
palabras que no se me olvidarán nunca:
-¡Dios mío! ¡Cuánta gente
mala hay en el mundo!» (Uriel, 2005, 208-209).
Víctor y Raúl humanizan en este libro a las víctimas.
Sabemos que tenían madre, amigos, tenían proyectos, se enamoraban, a veces
estaban tristes y se sentían solos, peleaban por sus sueños. Eran exactamente
igual que nosotros. Tenían una vida exactamente igual que la nuestra,
transitaban por las mismas calles por las que nosotros paseamos, las calles en
las que juegan nuestros hijos, por las que caminamos con prisa cuando vamos a
trabajar, las calles por las que deambulamos distraídamente mientras conversamos
con nuestros amigos… Hasta que no se asume que los protagonistas de la historia
son exactamente igual que nosotros, es imposible entender nada.
Todos los nombres es un libro de luz
y de paz.
Este libro nos devuelve
el alma de las víctimas, no en su sentido metafísico sino en su sentido
etimológico. El alma es la palabra sagrada. Y no hay palabra más sagrada que el
propio nombre. De ahí que el nombre sea lo primero que se le arrebata a los
vencidos. En los campos de exterminio a las personas se les robaba el nombre y
se les otorgaba un número. Con la pérdida del nombre se evita el recuerdo, se
les priva de la memoria. Eso es lo que los vencedores pretenden: borrar a los
enemigos de la historia. También a los hijos de los represaliados les robaron
el nombre: Katia Titania Acín, Libertad Acracia Bosque, Libertad Claver,
Germinal Ubico, Humanidad Hernández…
Margalit en su libro Ética del recuerdo inicia el capítulo
titulado «Recuerda el nombre» resumiendo un pasaje de Pentecots, una obra de teatro que narra la historia de un grupo de
niños que van hacinados en un tren de ganado, camino del campo de
concentración. Estaban tan desesperadamente hambrientos que se comieron los
cartones que llevaban atados al cuello, los cartones en los que estaba escrito
su nombre. Nosotros sabemos que estos niños murieron dos veces. Murieron en las
cámaras de gas, murieron de hambre, de agotamiento o a causa de los golpes
recibidos. Y también murió su memoria porque nadie pudo recordar su nombre.
Escribir sus nombres, todos los nombres, como han hecho Raúl y Víctor es
devolver el alma a las víctimas. Por eso, Todos
los nombres es un libro que nos hace mejores. Y también hace mejores
incluso a quienes nos niegan el derecho a la memoria, incluso a quienes no
condenan los asesinatos porque creen que estos asuntos no le interesan a nadie
y que no hay que revolver en la historia.
El verano pasado estuve
unos días en Berlín. Me conmovió enormemente descubrir que, en el suelo, junto
a la puerta de algunas casas de la ciudad vieja –lamentablemente en demasiadas
casas– hay unos adoquines dorados en los que puede leerse el nombre de las
personas que fueron arrancadas de sus hogares por ser judíos, gitanos,
homosexuales, comunistas... No importa la razón porque no hay razón que
justifique el asesinato… Junto al nombre también puede leerse el año y el lugar
de su nacimiento, el año en el que fueron deportados, el nombre del campo de
exterminio en el que fueron asesinados. Estos adoquines son stolpersteine, es decir, piedras con las que se tropieza. Estos monumentos individuales
son una idea del artista alemán Gunter Demnig que pensó que en vez de levantar
un gran monumento en recuerdo de las víctimas del holocausto sería mejor llenar
las calles de ciudades de Alemania, de Polonia, de Hungría o de España… de todas
las ciudades que perdieron a algunos de sus hijos en el holocausto nazi, de
pequeños monumentos, de adoquines de 10 x 10 x 10 centímetros, recubiertos en
una de sus caras por una chapa de latón en la que se escribe el nombre de las
víctimas. Aquí vivió... y a continuación se lee el nombre de mujeres, niños,
jóvenes, ancianos, médicos, profesores, comerciantes, estudiantes, obreros…
personas de toda condición. Estas piedras sobresalen unos milímetros del resto
del empedrado de las aceras de manera que son piedras con las que se puede
tropezar, obligando al caminante a inclinarse para descubrir el nombre de los
asesinados en los campos de concentración. Las stolpersteine se fabrican artesanalmente, una a una, como la antítesis de cómo
se produjeron aquellas muertes. El exterminio tuvo un carácter industrial, pero
la memoria se construye artesanalmente, letra a letra, palabra tras palabra. Cada
Stolperstein es un monumento en forma de adoquín. Les cuento hoy todo esto porque Todos los nombres también es un monumento a las víctimas. Cada
voz, cada entrada de este diccionario, es un monumento a uno de aquellos
hombres, a una de aquellas mujeres que pagaron con su vida su derecho a tener
ideas. Al sostener en mis manos Todos los
nombres enseguida pensé en las stolpersteine porque
este también es un libro con el que tropezará nuestra conciencia. Un libro de dolor
y de dignidad, de memoria y de reconocimiento. Les invito a que cuando coloquen
este libro en sus bibliotecas, lo hagan de forma que el lomo de los dos volúmenes
sobresalga del resto. Un centímetro, o quizá medio centímetro, será suficiente.
De esta forma, cuando nos acerquemos a las estanterías de nuestra biblioteca, nuestros
dedos y nuestros ojos tropezarán con Todos
los nombres. Y cada vez que leamos en el lomo Todos los nombres. Víctimas y victimarios (Huesca 1936-1945)
estaremos recordando y homenajeando a las víctimas que gracias a este libro han
recuperado el alma.
Huesca, 20 de diciembre de 2016
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