13 noviembre 2020

Librería París

Todo el mundo debería tener un librero de cabecera al que acudir cotidianamente, o en caso de emergencia, como se tiene médico, panadero o peluquero. Un librero que conozca nuestros gustos y esté atento a nuestras necesidades. Un librero, a ser posible, que los padres dejen en herencia a sus hijos porque en un mundo que cambia aceleradamente conviene tener algunas certezas y una librería es, sin duda, una de las más recomendables.

Hace treinta y un años decidí que mi librería de cabecera sería la Librería París de Zaragoza. Recuerdo bien que era el mes de octubre de 1982, porque fue entonces, tras el mundial de fútbol de Naranjito, cuando empecé a estudiar Magisterio y compré en la sucursal que la París tenía en Corona de Aragón mi primer libro universitario, el primer libro de mi biblioteca pedagógica. En aquel pequeño local sufría exilio, o una suerte de penitencia, César, el segundo hijo de José Muñío Pomed, quien después de aprender el oficio en la Librería General, abrió su propio establecimiento en 1963, en Paseo Fernando el Católico, 14, a apenas unos metros de la librería actual. En aquella época de censuras y prohibiciones los libros eran «un arma cargada de futuro» y algunos clientes frecuentaban más la trastienda que la propia librería.

Conocí a don José en los últimos años setenta. Yo era un adolescente ignorante y él un librero serio y un poco gruñón con los chicos del colegio que íbamos a su librería, como una bandada de gorriones, a comprar, sin mucha pasión, las lecturas obligatorias del bachillerato.

En este tiempo del que escribo no existía internet. Cuando alguien buscaba un libro tenía que recurrir a los gruesos volúmenes del ISBN, una biblia –nunca mejor dicho–, que recogía los datos de los libros que podían comprarse. Lo que no estaba en el ISBN, lo encontraban en la Librería París. Bastaba con tararear la melodía del título, aunque no se supiera la letra.

Me hice amigo de Pablo, de César y de Esther, los hermanos Muñío, y de toda la familia de la París, del «París Team». Como para cerrar un círculo de relaciones personales, en los primeros noventa, en un aula de tres años del Colegio Público «Hermanos Marx», le di clase a la hija mayor de Pablo, Lucía, que ahora es una maestra convencida de serlo en una escuela de Zaragoza.

La Librería París es una librería navegable, una librería donde nunca me preguntan a qué he ido porque muchas veces voy –como diría mi abuelo– simplemente «a estame». Confieso que hay pocas cosas en la vida que me gusten más que hablar con mis amigos. En la Librería París he pasado ratos inolvidables conversando con unos y con otros de libros, de autores, de la ciudad, de nuestros proyectos... Este año la París cumple medio siglo. Podría pensarse que las gentes de la París llevan media vida dedicados a los libros. Y no sería del todo cierto. En realidad, en la Librería París llevan cincuenta años dedicados a las personas que quieren y necesitan libros. Felicidades.


(Este texto se publicó en Heraldo de Aragón, el 23 abril de de 2013)

07 octubre 2020

Mis nuevos alumnos son siempre tan raros...

 Hace unos días les decía que mis alumnos nuevos siempre son muy raros. Y sé que prometí una explicación porque una declaración como esa entraña muchos riesgos. 

Todos los años, durante estos días que son puerta de un nuevo curso, me pregunto si volveré a tener alumnos como los que he dejado, si volverá a tener sentido lo incierto, lo imprevisible, si seremos capaces de descubrir la línea que dibuja el vuelo de la mariposa, si -de alguna manera- nos encontraremos, si seré capaz de defenderme en las distancias cortas donde todos nos la jugamos, si las palabras hablarán de algo más que palabras, si sabremos encontrarles a las cosas un sentido. Y todo son dudas. No hay ni una mirada cómplice entre estos alumnos nuevos y yo. Por eso les parezco tan raro.



08 septiembre 2020

Recuerdos escolares. Un fragmento de mi novela «Aquellos días de luz y palabras»


 

El paso del tiempo le hacía recordar cada vez con más frecuencia su infancia, un pasado remoto y a la vez tan próximo… Sentía la cercanía de las personas que le acompañaron aunque hubieran muerto hacía tiempo. Le hubiera gustado contarles qué había hecho desde que habían dejado de verse: sus estudios, sus viajes, sus trabajos, sus libros y, sobre todo, que era alguien distinto de quien conocieron porque tenía una hija... Las personas que queremos siempre mueren demasiado pronto. Sus abuelos no tenían que haber muerto nunca.
Miguel nació en Zaragoza por casualidad o, mejor, por el miedo que su madre sintió ante el nacimiento de su primer hijo. Cuando llegó el momento decidieron trasladarse a Zaragoza, a la Maternidad provincial. Apenas tuvo tiempo de gozar de su condición de zaragozano porque a los tres días ya volvió, cristianado, a Caspe. Sus padrinos fueron su padre y su abuela, las únicas personas conocidas que estaban en la clínica cuando el cura les advirtió que era la hora de bautizar a las criaturas que habían nacido en los dos últimos días. Sus hermanos nacieron en la vieja casa familiar en la que ya había nacido su padre. Hasta que cumplió seis años, vivió en Caspe, un paraíso de luz, libertad, tiempo y palabras donde la felicidad y el cariño eran siempre previsibles. Trasladarse a Zaragoza fue la gran tragedia de su infancia. Aquella mudanza fue un exilio. Durante mucho tiempo se sintió un transterrado. Al fin y al cabo, había perdido la tierra prometida. En Caspe dejó a sus amigos, el paisaje y la complicidad de las personas que le conocían. Ya había estado algunas veces en Zaragoza para comprar ropa. Su estancia más prolongada era la que le llevó un par de días al Hospital Provincial cuando le extirparon las amígdalas. En cada uno de sus viajes acudía a los almacenes El SEPU para subir y bajar varias veces por una pequeña escalera mecánica. No había visto nunca nada parecido. Es cierto que había visto muy pocas cosas y aquel ingenio le parecía una de las maravillas del universo. Cuando se trasladaron a Zaragoza, la ciudad perdió su componente festivo y se convirtió en un lugar incómodo en el que estaba obligado a vivir recluido en el cuarto piso de un horrible edificio habitado por unos vecinos de quienes desconfió siempre. Miguel era un exiliado y como todos los que han sido expulsados de su patria solo pensaba en volver para estar con sus abuelos, para ir y venir de la plaza a casa y de casa a los jardines de la iglesia sin tener que dar explicaciones a nadie. Quería volver para comer pan de verdad, tortas de verdad y para beber la leche recién ordeñada que cada noche iba a buscar a la vaquería de «La Bochorna». Cuando estaban en Caspe sus padres sonreían como si hubieran recuperado la inocencia perdida en la ciudad. La existencia era infinitamente más liviana. Y él era feliz con esa felicidad rotunda que solo los niños son capaces de disfrutar.

Antes de instalarse en Zaragoza empezó a ir a la escuela en Caspe. Su madre le contó muchas veces que una mañana se encontró con la maestra en la calle Mayor. Su hermano Carlos, trece meses menor que Miguel, iba en el cochecito de paseo. Él caminaba ya por su propio pie. La leyenda familiar decía que el mismo día que nació su hermano, Miguel conquistó la bipedestación. Quizá era su manera de celebrar que había ascendido en el escalafón familiar. Aquella mañana que coincidieron con la maestra, Miguel ya caminaba con cierto oficio, Carlos dormitaba en el cochecito y su madre estaba embarazada de Jesús. Doña Julia pensó que aquella prole era demasiada carga para una joven que no había cumplido los treinta años.

–¡Cuánta faena te darán estos pequeños! –exclamó la maestra.

–Son muy buenos, pero ya se puede imaginar que no paro ni un momento en todo el día…

–¿Cómo se llama el mayor?

–Miguel.

–¿Y qué tiempo tiene?

–Dos años y dos meses…

–Vaya, dos años, cómo pasa el tiempo… Pues mira lo que vas a hacer: le compras una bata en Confecciones La Rosa y mañana me lo traes a la escuela. Tú bastante tienes con este señor que duerme tan plácidamente y con el que está en camino…

–Ay, no sé… Miguel aún es muy pequeño para estar tanto rato fuera de casa…

–No te preocupes, mujer, que se acostumbrará enseguida. Y si no me hago con él, pues te lo mando a casa y en paz.

–Muchas gracias, doña Julia. ¿Cómo podremos agradecerle?...

–De ninguna manera… Para mayo trae a la escuela, como todos los años, un ramo de esas maravillosas rosas de vuestro huerto.

Esa misma tarde le compraron una bata de rayas azules y grises. A Miguel le pareció horrible, pero se la puso sin protestar porque sabía que en aquella ocasión sus quejas no le servirían de nada. No le gustó la idea de llevar aquella bata de rayas que le otorgaba un aire carcelario, sin embargo le encantó su primera cartera escolar, una cartera de cuero marrón heredada de su primo Paquito. No tenía mucho que meter dentro: un pequeño cuaderno y el plumier de madera al que todos llamaban catedra, así, sin tilde. Desconocía el origen de aquella palabra, pero a veces las palabras son caprichosas y su origen se escapa a la lógica de los niños y de los hombres. Su madre le dijo: «esto es una catedra» –como le había enseñado todas y cada una de las palabras que él conocía– y a Miguel le bastó así. En la catedra guardó el lápiz, el sacapuntas, la goma de borrar, una goma Milán, blanca, que olía a nata, y media docena de pinturas Alpino. Como aquellas herramientas del inicio de su vida académica tenían muy poca presencia en una cartera tan grande, decidió llenarla de viejos periódicos. No sabía aún qué podía esperar de la escuela, pero no le cabía ninguna duda de que la cartera, una cartera importante, tenía que estar bien llena. Y pasó la última tarde inocente de su infancia llevando su cartera de aquí para allá. De vez en cuando se sentaba en el suelo para disfrutar del inconfundible aroma de la goma de borrar y de los lapiceros y para acariciar las tapas de su cuaderno. Era el olor de lo nuevo. Todo estaba aún por estrenar, como su propia vida.

Al día siguiente, cogido de la mano de su madre y de su abuelo Valentín emprendió por primera vez el camino a la escuela. Cada tres pasos daba un salto adelante y su madre y su abuelo le sostenían un instante en el aire. Procuraba jugar con todo. Necesitaba muy pocas cosas para ser feliz. Cuando llegaron a la puerta de la escuela su madre se agachó hasta que sus ojos quedaron a la altura de los de Miguel, quien misteriosamente parecía más pequeño que cuando era un niño libre para ir y venir sin bata, para reír, para callar o gritar cuando se le antojara. Miguel sentía que algo estaba a punto de terminar y que, al mismo tiempo, empezaba una nueva etapa de su existencia.

–Pórtate bien –le advirtió muy seria su madre–. Haz todo lo que te diga doña Julia. El yayo vendrá a buscarte y te traerá a casa a la hora de la comida…

Miguel tenía un enorme nudo en la garganta. Su padre le había dicho la víspera que tenía que ser valiente, que iba a conocer a muchos niños y que cuando él era pequeño se lo pasaba muy bien en la escuela. Miguel sabía que no era verdad. También le dijo que en el hospital en el que le amputaron las anginas había muchos juguetes y que estaría todo el día jugando. Todo era mentira, pero a veces no tenemos más remedio que creer lo que nos dicen las personas que nos quieren. Miguel aguantó sus ganas de llorar y de escaparse corriendo.

–¿Cuándo es la hora de la comida? –se atrevió a preguntarle a su madre en el oído para que nadie más que ella pudiera oírle.

–No te preocupes por eso. El yayo te recogerá cuando suene la sirena.

–¿Y si me canso antes o vomito la leche del desayuno?

–Ni vas a llorar ni vas a vomitar. Hasta la hora de comer estarás aquí… Ahora llama en la puerta, di «Avemaría purísima», doña Julia te dirá «Sin pecado concebida» y ya podrás entrar.

–No, «Avemaría purísima» no lo digo.

–O lo dices o no irás esta tarde con papá a la plaza…

–Pero yo no quiero decir «Avemaría purísima»...

–Déjalo, mujer, que bastante tiene para ser el primer día –terció su abuelo, que siempre estaba, pasara lo que pasara, del lado de su nieto.

Su abuelo Valentín era flaco como los presos de las cárceles de la postguerra. Solo sonreía cuando sus nietos le miraban. Sonreía para disimular la tristeza que le había envenenado para siempre el alma. Miguel pasó muchas horas con su abuelo. Le hacía todas las preguntas que la vida despertaba en él cuando aún le parecía que era posible entenderlo todo, fueron juntos a pescar centenares de tardes, le acompañaba al huerto a coger tomates antes de que calentara definitivamente el Sol, le llevaba la cena al cine mientras su abuelo, después de su jubilación en la RENFE, trabajó de acomodador, fue su escudero en la taberna en donde su abuelo se jugaba un chato de vino en interminables partidas de guiñote, le acompañó durante su enfermedad… Sus padres, sus tíos, incluso los vecinos de la calle decían que a Valentín se le había agriado el carácter, que se había vuelto reservado, arisco e irascible. Para todos –salvo para Miguel– era un viejo gruñón:

–Yayo, ¿por qué nunca estás malo?

–¡Porque tengo tan mal genio que hasta las enfermedades pasan de largo cuando me ven!

Solo con Miguel seguía siendo el hombre paciente y cariñoso que había sido siempre. Todo eso vendría más tarde. Pero aquella mañana cuando Miguel se agarraba a su cartera de cuero marrón llena de periódicos como tantas veces en la vida se aferraría para sobrevivir a los recuerdos felices, su abuelo le tomó de la mano, llamó a la puerta y juntos entraron en el aula.

–Buenos días, señora maestra. Le traigo un nuevo escolano…

–Buenos días… Qué bien acompañado vienes, Miguel, y qué guapo estás con la bata –dijo doña Julia.

Otra mentira. Nadie podía estar guapo con esa bata.

–Estudia mucho, Miguel –le dijo su abuelo antes de despedirse–. Estudia todo lo que no pude estudiar yo. Estudia mucho que para ti ha de ser.

Miguel no entendió lo que le pedía su abuelo. En aquel momento solo sabía que estaba solo en medio del aula, rodeado de niños a quienes no conocía y aguantando la mirada de la maestra. Así empezó su larga vida escolar. En su recuerdo se confundían las semanas, las estaciones y los cursos. Muchos niños se iban a otras clases, pasaban de grado, pero él estuvo en la clase de doña Julia una eternidad. Se acostumbró a los andares sincopados de aquella maestra que tenía una pierna más corta que la otra y por esta razón en uno de sus pies llevaba una bota con una gran plataforma que apoyaba solo en la puntera, como si fuera una bailarina de ballet. Conocía sus manías y sus secretos. Sabía cómo iba a reaccionar ante cualquier situación. Pronto se convirtió en su asistente y en su mano derecha. Por eso tenía privilegios como repartir las bolsas de la merienda, ser el mensajero de doña Julia cuando tenía que decirle algo a doña Encarna, la maestra de primero, o no tomar el vaso de leche en polvo de los americanos. También era el encargado de regar dos veces por semana los tiestos de las ventanas.

Cuando la existencia de Miguel era una apacible rutina y nada de cuanto ocurría en la escuela le sorprendía, creyó que había llegado la hora de hablar seriamente con su padre:

–Papá, yo ya sé todo lo que enseñan en la escuela. Desde mañana, me quedaré en casa.

A su padre se le escapó una enorme carcajada. No le contestó ni que sí ni que no. Se limitó a ir en busca de su madre para contarle la ocurrencia de Miguel. Durante varios días, su padre le contaba a todo el mundo –en la barbería, en el estanco, en Vinos Bret, las bodegas en las que compraba el vino y la gaseosa de las comidas– lo que Miguel le había dicho. Y todos reían. A Miguel no le hacía ninguna gracia. No le pareció prudente volver a sacar el tema, pero durante unas semanas esperó la respuesta de su padre –positiva o negativa, porque cuanto más pasaba el tiempo más pesimista se sentía sobre sus verdaderas posibilidades de quedarse para siempre en casa–. No volvieron a hablar de aquel asunto y Miguel asumió que su condena escolar no admitía redención ni siquiera por buen aprovechamiento.

Como no hay mal que por bien no venga, por aquellos días Miguel conoció las mieles del amor y sus horas de escuela se le antojaron un regalo. Se le hacían cortas las mañanas y le dolía que fuera fiesta y que la escuela estuviera cerrada. La razón de aquel cambio en su vida se llamaba Rosamari, una niña que sonreía permanentemente, hablaba con desparpajo y sabía pedir ayuda cuando la necesitaba. El padre de Rosamari trabajaba en el juzgado y había llegado en el mes de diciembre a la ciudad. Doña Julia le pidió a Miguel que la ayudara en todo lo que pudiera, que le explicara donde se guardaba cada cosa y que se sentara a su lado para enseñarle las canciones y las poesías que habían aprendido en clase. Miguel se convirtió en el caballero andante de Rosamari.

Le sorprendió que sus padres empezaran a decirle que seguro que le gustaría mucho vivir en Zaragoza, que en la ciudad se podía hacer muchas cosas, que iría a una escuela con un recreo muy grande, que conocería a muchos niños, que había unos parques muy bonitos, que montaría en el tranvía y que podría subir y bajar por las escaleras mecánicas del SEPU cada vez que él quisiera. Además iría a las ferias y montaría en los coches chocantes y podría ir a La Romareda a ver al Real Zaragoza. Su padre le prometía que José Luis Violeta Lajusticia, «El león de Torrero», le dedicaría una fotografía. Miguel intuía que tantas ventajas no podían ser buenas. Seguro que había algo que no iba a funcionar. No quería ir a vivir a Zaragoza, quería vivir en Caspe, quería estar con sus abuelos, quería estar con sus amigos y entonces más que nunca, quería ir a la escuela. Como tantas otras veces en su vida, de nada sirvió lo que él quería y tuvo que conformarse con lo que estaba escrito que en aquel momento sucediera.

Cincuenta años después aún podía recordar el olor de su primera cartera, el miedo que le mordía en el estómago cuando esperaba en la fila a que le tocara leer, la monótona musiquilla del «eso, eso, señorita», el sonsonete con el que respondían a doña Julia cada vez que ella hacía una afirmación, las palabras en clave que le permitían relacionarse con los otros niños: «te ajunto», «ya no te ajunto», la sed de las tardes de primavera porque estaba prohibido beber. En realidad todo estaba prohibido en aquella escuela de la calle La Balsa. También tenía recuerdos felices como el olor del pelo de Rosamari por las mañanas, el espejismo de libertad de los ratos en el recreo o los secretos que le hicieron cómplice para siempre de sus primeros amigos.

30 marzo 2020

En la escuela

En la escuela los niños aprenden a compartir; conocen sus límites y sus posibilidades; colaboran en la construcción de un universo común; exploran el mundo; se ponen a prueba; pasan del yo, de la mera satisfacción de las necesidades individuales de cada uno de ellos, al nacimiento del nosotros; maduran física, emocional e intelectualmente; desarrollan el gusto por la lectura; descubren el valor de la palabra… Y también aprenden, como si una lluvia fina les calara el corazón y el cerebro, las materias que propone el currículo de cada momento. En la escuela los niños ejercen el oficio de niños, algo que se ha complicado mucho en los últimos tiempos. Para nosotros son, casi todo el rato niños. Así nos referimos a ellos. A veces los llamamos alumnos, otras escolares, pero nunca estudiantes. Los niños van a la escuela, están en la escuela y, lo que es más importante, son en la escuela.
En 1936, la maestra oscense María Sánchez Arbós publicó en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza un artículo titulado «El arte de perder el tiempo» en el que defendía que en la escuela debían abordarse pocos contenidos, pero en profundidad y que la dedicación a cada uno de ellos dependería del interés que despertaran en el niño. Había que huir de la obsesión por el programa, por agotar el temario, por cumplimentar fichas y cuadernos de ejercicios. Doña María sostenía que en la escuela no se trata de producir mucho, sino de pensar y sentir.
Desarrollar el arte de perder el tiempo es una tarea particularmente necesaria en esta época de culto a la inmediatez y al utilitarismo. Hoy más que nunca hemos de crear las condiciones necesarias para que los niños encuentren espacios para soñar, para desear, para preguntarse quiénes son y qué quieren ser. Tienen que aprender a disfrutar del tiempo lento de la lectura, de la escritura, de las miradas sostenidas, de la observación de pequeñas cosas y de conversaciones que no tienen más propósito que acercarles a otras personas.
Hemos de ser conscientes de que lo más importante que los niños hacen en las escuelas no se puede contar. Eso es lo que sostenía Pedro Arnal Cavero en la memoria que elevó en junio de 1913 a la Junta local de primera enseñanza de Zaragoza: «Pero la mayor labor, el trabajo más importante, no se puede mostrar; es el que queda a manera de sedimento, en la inteligencia, en el recuerdo y en el corazón de cada niño».

29 marzo 2020

Ser padre, ser madre

Soy dos veces padre. Digo que soy bipadre porque todos somos nuevos y distintos para cada uno de nuestros hijos. Les damos cada vez, y a cada uno de ellos, todo. Contrariamente a lo que pudiera parecer, no repartimos nuestro amor, sino que se produce un extraño fenómeno no explicado por la matemática moderna ni por la antigua: para cada uno de nuestros hijos, todo. A cada uno de ellos los amamos infinitamente.
Cuando por primera vez sostuve en mis brazos a mi hija me ocurrió lo que les pasa a todos los padres: supe que ya nada me iba a doler tanto como su dolor. Creo que entonces no esperaba querarla tanto como la quiero ahora, veinticinco años después.
En nuestro siglo, la gran aventura no es emprender largos viajes a tierras extrañas para afrontar mil y un peligros, descubrir un lago o subir a la cima de la montaña a la que quizá le pondrían nuestro nombre. Nuestra gran aventura es querer ser padres, querer ser madres. Es una aventura que, en realidad, dura toda la vida. A mí esto me lo enseñó Elisa, una niña de cuatro años. Una mañana hicimos juntos el recorrido desde el Puente de Santiago hasta la escuela. Ella en el Seat Panda blanco de Ana Malo, su madre, y yo detrás, en mi viejo Renault. A veces se asomaba por luna trasera, me miraba y sonreía. Al llegar a la escuela Ana me dijo:
—¿Sabes qué me ha preguntado Elisa?
—Cualquier cosa —le contesté, sabedor de que Elisa era una de las niñas más ocurrentes de mi clase.
—Me ha preguntado que dónde vivías y yo le he explicado que no muy lejos de nuestra casa. Luego me ha preguntado que con quién vivías y le he dicho que con tu madre. Entonces me ha mirado con unos ojos como platos y ha exclamado:
—¡¿Víctor aún es hijo?!
 Sí, era hijo. Entonces no sabía que somos hijos hasta que nos hacemos padres. Ser hijo es un estado pasajero. Sin embargo, somos padres para siempre. Aunque nuestros hijos crezcan y sean —como deseamos— más fuertes y más sabios que nosotros. Aunque no nos necesiten.


Un decálogo de diecisiete puntos
[Soy así. Cada vez que quiero escribir un decálogo, me salen casi dos]

I.- Dedícales a tus hijos tiempo a manos llenas, generosamente. Son lo más valioso que tienes y nadie ni nada lo merece más que ellos.

II.- Escúchales, que tengan la seguridad de que te interesa todo lo que piensan y sienten, por insignificante que pueda parecer.

III.- Anímales a soñar y a perseguir la felicidad.

IV.- Cuéntales el mundo. Te necesitan para entenderse a sí mismos y para entenderlo todo.

V.- Diles de mil maneras que son importantes para ti.

VI.- En caso de duda, abrázalos siempre y bésalos con usura. Los abrazos y los besos curan nuestras heridas y nos ayudan a combatir el dolor y la incertidumbre.

VII.- Felicítales cada vez que lo merezcan y cuando se equivoquen quiérelos mucho y tenlos más cerca de ti que nunca.

VIII.- Juega con ellos y alarga la risa, que pocas cosas nos unen tanto como la alegría.

IX. Repíteles que todo va a ir bien, convéncelos de que jamás hay que perder la esperanza.

X.- Diles que los quieres, que los quieres infinitamente. Es tan importante crecer sintiéndose querido…

XI.- Que sepan que siempre les vas a regalar una segunda oportunidad.

XII.- Necesitarás grandes dosis de sensibilidad —para comprenderlos, para saber qué pretenden— y firmeza —para hacerles entender que algunas cosas no se pueden decir ni hacer ni siquiera pensar.

XIII.- Diles en todo momento la verdad. Tenemos ese compromiso con ellos para que no crezcan en un mundo que no existe.

XIV.- Repíteles de mil maneras que crees en ellos, que son capaces de hacer todo lo que se propongan.

XV.- Procura que tengan presente que, pase lo que pase, encontrarán siempre tus brazos abiertos, dispuestos a volver a empezar.

XVI.- Diles permanentemente que tú estarás de su parte, tomando partido por ellos, compartiendo su suerte.

XVII.- Y, por encima de todo, convéncelos de que pase lo que pase, siempre los querrás.

(Publiqué este texto en Heraldo Escolar, el suplemento de educación de Heraldo de Aragón el miércoles, 25 de marzo de 2020. Lo hice para acompañar a los niños y a sus familias en estos días que vivimos confinados en nuestras casas).