08 marzo 2017

Las tres ciudades de mi vida

Algunas ciudades se nos meten en la vida y forman parte de nosotros, de lo que somos y de lo que fuimos. Y nosotros también formamos parte, aunque sea en muy pequeña medida, de ellas. En mi vida hay tres ciudades.

Caspe
En Caspe mi madre me enseñó las palabras de nombrar el mundo, las palabras de entenderme, las palabras con las que hoy quiero a las personas que quiero, las palabras consoladoras que me protegen del miedo y del dolor, las palabras con las que escribo. Me costó más de cuarenta años descubrir que las palabras son nuestra auténtica patria. En Caspe abrí los ojos a la vida. Quizá, por eso, busco permanentemente al niño que fui en Caspe y tengo tan vivo el recuerdo de las personas que tanto me quisieron entonces, que tanto quise y que aún sigo queriendo. Caspe era el paraíso, la tierra prometida.

Zaragoza
En Zaragoza he sido –y soy– inmensamente feliz, con una felicidad propia, construida y conquistada por mí. En Zaragoza he leído y he escrito casi todo lo que he leído y he escrito. En Zaragoza me hice ciudadano, me enamoré del amor de mi vida, levanté mi casa, nacieron mis hijos. En Zaragoza viven casi todos mis amigos. Me emociona escribir el nombre de la ciudad y pasear por sus calles a cualquier hora. Soy un defensor de Zaragoza. Quizá, llegado el caso, también sería un héroe de los Sitios que moriría en cualquier plaza por defender la ciudad. El tío Víctor, dirían, «Héroe de los Sitios». Zaragoza me gusta hasta cuando se pone en obras.

Huesca

Desde hace dieciocho años trabajo en Huesca, en el edificio de la antigua Escuela Normal de Magisterio en el que dio clase Ramón Acín, un edificio de clases amplias, que tienen techos altísimos y grandes ventanales por los que se cuela la luz del parque donde viven Las Pajaritas. Me gusta la Huesca de Ramón Acín, de María Sánchez Arbós, de Paco Ponzán, de Evaristo Viñuales, del Congreso de la Imprenta en la escuela, la Huesca en la que se enamoró Joaquín Costa, la Huesca del Museo Pedagógico de Aragón. Y Huesca es para mí, por encima de cualquier otra cosa, el recuerdo de los miles de estudiantes con quienes he compartido entendimientos y esperanzas. Al final, los profesores somos nuestros alumnos.

04 marzo 2017

El refugio de las palabras


Cuando uno se asoma a la vida de María Moliner se tiene la impresión de que todo lo que le sucedió estaba preparando, de una manera u otra, su destino como diccionarista. María Moliner no hizo un diccionario porque un buen día tuviera una ocurrencia o un capricho. Cuando redactó la primera ficha de su ‘Diccionario de uso del español’, no sabía que estaba iniciando una obra monumental, descomunal para una sola persona. No era la primera vez que redactaba fichas sobre palabras. Desde 1916, cuando estudiaba el último curso de bachillerato en el Instituto General y Técnico de Zaragoza hasta que en 1921 concluyó la licenciatura en Historia, fue redactora y secretaria del Estudio de Filología de Aragón que dirigió Juan Moneva. Aunque no pudo cursar estudios de Filología, María Moliner amaba las palabras, las mimaba, las estudiaba y las clasificaba. Trabajó en archivos y bibliotecas. Le interesaron más las bibliotecas. Mantuvo frecuentes contactos con la Institución Libre de Enseñanza, colaboró con el Patronato de Misiones Pedagógicas, redactó planes para la creación de una red de bibliotecas rurales. Ocupó algunos cargos culturales de relevancia durante la II República y la Guerra Civil. Luego sufrió la amargura de la depuración. Volvió al archivo de la Delegación de Hacienda en Valencia y en 1946 se trasladó a la Biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid. Y buscó refugio en las palabras. Recuperó la pasión por redactar fichas, tal y como ya había hecho en su juventud para el Estudio de Filología de Aragón. Según confesaba doña María en abril de 1966, en la presentación del primer tomo de su diccionario, durante quince años trabajó honradamente, sin descuidar nada. No hizo un diccionario normativo ni meramente descriptivo. Evitó los círculos viciosos en los que frecuentemente cae el diccionario de la Real Academia en sus definiciones. El cincuentenario del ‘Diccionario de uso del español’, quizá sea un buen momento para ponerlo en red. Se facilitaría así su utilización.

(Heraldo de Aragón, 1 de marzo de 2017)

13 febrero 2017

Teresa y Antonio

Yo era un hombre de diez o doce años. Antonio y Teresa rondarían los 18. Nunca hablé con ellos, pero ya entonces, quizá porque yo era pescador en el Mar de Aragón y había aprendido a estar atento a los pequeños detalles, me gustaba mirar el mundo sin ninguna prisa. No me importaba que Teresa y Villegas no supieran de mi existencia. Conocer sus nombres y saber que se querían, me situaba en una posición privilegiada. Les veía pasear, cogidos de la mano, por las calles de Caspe. Cualquiera de mis amigos me contó una historia que no olvidé nunca. A Villegas le llamó el Real Zaragoza, pero él no quiso marcharse por no estar lejos de Teresa. Entonces yo no sabía que a veces somos capaces de dejarlo todo por amor, aunque lo que haya que dejar sea algo sagrado como el Zaragoza. Cuando vi sonreír por primera vez a Teresa, entendí que Villegas no se fuera a jugar con José Luis Violeta Lajusticia, el León de Torrero, el héroe de mi infancia. Muchos años después, a principios de los noventa, tuve una compañera en el Hermanos Marx de Zaragoza que había venido de Cataluña y me preguntó si conocía a Teresa Fontoba, una maestra de Caspe. Le dije que el apellido era de Caspe, pero que no sabía quién era. Me contó que estaba casada con un chico que era futbolista. ¡Villegas!, le dije. Y sí, eran ellos. Luego me ha hablado varias veces de ella mi amigo Valentín Pinilla. Por fin, en diciembre le escribí un correo a Teresa a la escuela de Maella y aceptó mi propuesta de hacer una entrevista para hablar de escuelas rurales, para que nos contara su visión de la educación y del trabajo de las maestras. Durante este tiempo no me he atrevido a preguntarle por su novio futbolista, pero le escribí a Esther Escorihuela, profesora en el instituto de Caspe, para saber qué había de cierto en aquel cuento de mi infancia y me dijo que la historia de este cuento era, como todas las historias de todos los cuentos, completamente cierta y que Teresa y Antonio son una pareja de novela. Mañana se publica en las centrales de «Heraldo Escolar» la entrevista. Cuando la lean, enseguida descubrirán que he sido muy feliz escribiéndola por muchas razones y una de las más importantes es que he vuelto, por un instante, a aquel Caspe en el que fui niño, a aquel Caspe de luz y palabras.


            Víctor Juan