23 abril 2013

Aragón: solo sé quererte



Soy uno de esos aragoneses que solo sabemos querer a Aragón -sin que nos cueste ningún esfuerzo, sin estridencias ni artificios- porque esta es la tierra en la que trabajamos, soñamos, somos felices y sufrimos cuando nos toca. Aragón es un territorio abierto, con una rica historia, con tradiciones y celebraciones que nos han unido desde la antigüedad. Aragón es, sobre todo, su gente, hombres y mujeres, que nacieron aquí y también personas que han venido de lejos y han decidido quedarse.
Me gustaría que conociéramos mejor nuestro patrimonio, la riqueza que durante siglos se ha depositado en nuestras tres lenguas, los compromisos que hemos asumido a lo largo del tiempo, pero sobre todo me gustaría que los aragoneses creyéramos en nuestro presente y en nuestra capacidad para soñar juntos un futuro mejor. Para que todo esto sea posible, la educación es un factor clave porque solo se ama aquello que se conoce. La educación es la herramienta que nos permitirá hacer de Aragón un país más libre, más culto y más justo. Y en esta tarea todos somos necesarios.

[Publicado en el Diario del AltoAragón, 23 de abril de 2013]

La Librería París de Zaragoza


Todo el mundo debería tener un librero de cabecera al que acudir cotidianamente, o en caso de emergencia, como se tiene médico, panadero o peluquero. Un librero que conozca nuestros gustos y esté atento a nuestras necesidades. Un librero, a ser posible, que los padres dejen en herencia a sus hijos porque en un mundo que cambia aceleradamente conviene tener algunas certezas y una librería es, sin duda, una de las más recomendables.
Hace treinta y un años decidí que mi librería de cabecera sería la Librería París de Zaragoza. Recuerdo bien que era el mes de octubre de 1982, porque fue entonces, tras el mundial de fútbol de Naranjito, cuando empecé a estudiar Magisterio y compré en la sucursal que la París tenía en Corona de Aragón mi primer libro universitario, el primer libro de mi biblioteca pedagógica. En aquel pequeño local sufría exilio, o una suerte de penitencia, César, el segundo hijo de José Muñío Pomed, quien después de aprender el oficio en la Librería General, abrió su propio establecimiento en 1963, en Paseo Fernando el Católico, 14, a apenas unos metros de la librería actual. En aquella época de censuras y prohibiciones los libros eran «un arma cargada de futuro» y algunos clientes frecuentaban más la trastienda que la propia librería.
Conocí a don José en los últimos años setenta. Yo era un adolescente ignorante y él un librero serio y un poco gruñón con los chicos del colegio que íbamos a su librería, como una bandada de gorriones, a comprar, sin mucha pasión, las lecturas obligatorias del bachillerato.
En este tiempo del que escribo no existía internet. Cuando alguien buscaba un libro tenía que recurrir a los gruesos volúmenes del ISBN, una biblia –nunca mejor dicho–, que recogía los datos de los libros que podían comprarse. Lo que no estaba en el ISBN, lo encontraban en la Librería París. Bastaba con tararear la melodía del título, aunque no se supiera la letra.
Me hice amigo de Pablo, de César y de Esther, los hermanos Muñío, y de toda la familia de la París, del «París Team». Como para cerrar un círculo de relaciones personales, en los primeros noventa, en un aula de tres años del Colegio Público «Hermanos Marx», le di clase a la hija mayor de Pablo, Lucía, que ahora es una maestra convencida de serlo en una escuela de Zaragoza.
La Librería París es una librería navegable, una librería donde nunca me preguntan a qué he ido porque muchas veces voy –como diría mi abuelo– simplemente «a estame». Confieso que hay pocas cosas en la vida que me gusten más que hablar con mis amigos. En la Librería París he pasado ratos inolvidables conversando con unos y con otros de libros, de autores, de la ciudad, de nuestros proyectos... Este año la París cumple medio siglo. Podría pensarse que las gentes de la París llevan media vida dedicados a los libros. Y no sería del todo cierto. En realidad, en la Librería París llevan cincuenta años dedicados a las personas que quieren y necesitan libros. Felicidades.

[Publicado en Heraldo de Aragón, 23 de abril de 2013]

07 abril 2013

Aquel día de Santiago



Ciudad, 25 de julio de 1936

Querido Luis:
Me has dicho tantas veces que la vida es lo que sucede mientras tanto, mientras hacemos planes, mientras intentamos poner en orden nuestra existencia, mientras nos empeñamos en controlar la propia vida que se desborda sin remedio, sin que podamos evitarlo... Fíjate, lo había dispuesto todo para pasar, como cada verano, una larga temporada en Madrid. Había preparado el equipaje, ya había comprado los billetes de tren cuando la víspera de abandonar la ciudad para empezar las vacaciones… todo se hizo añicos.
Este día de Santiago ha sido particularmente caluroso. No recuerdo haber sentido nunca tanto calor, un calor que me impide pensar, que me hace huir de mí mismo, desear alejarme de mi cuerpo que me incomoda, me agobia y me pone nervioso. Hace un momento, a última hora de la tarde, cuando el sol vencido anunciaba su retirada, he abierto las ventanas del despacho para que entrase el aire de la calle. Ya no hay nada limpio en la ciudad. Por eso no esperaba que el aire limpio de la calle inundara la habitación.
He intentado leer. Me cuesta concentrarme y, de cuando en cuando, me angustio y cierro violentamente el libro al comprobar que he perdido el hilo de la lectura, que no disfruto de una de las actividades que más me apasiona.
El sabor amargo de la saliva y el miedo que ha anidado en mi estómago me impiden comer. No puedo descuidar mi salud, pero nada me apetece. Le agradezco de corazón a Amparo todas las atenciones que tiene conmigo… la fruta fresca, el plato de verdura, el pan tierno, las galletas, la carne en adobo… Cuánto cariño ha puesto en la preparación de esta cesta que me envía… No le digas que soy incapaz de comer. No quiero añadir preocupaciones a sus preocupaciones.
Una semana, apenas unas horas, y parece que hayan pasado varios meses. Compruebo una y otra vez en qué hora vivo. El tiempo se me hace largo. El tiempo de la pena, de la separación, de la incertidumbre, el tiempo cautivo, el tiempo que parece haberse detenido. Sólo deseo que pasen las horas, que sea otra vez de noche, que amanezca cuanto antes, que sea mañana... Que las horas nuevas nos traigan alguna esperanza.
Quisimos un país mejor. Hicimos un país mejor mientras pudimos. A pesar de que el horror se haya extendido tan deprisa, sé que la luz se impondrá a las tinieblas, que tanta sangre derramada y tanto sacrificio no serán inútiles. No pueden robarnos el pensamiento ni la palabra, ni nuestros deseos. Quisimos ser libres, pero no sólo quisimos la libertad para nosotros. Quisimos que fueran libres quienes nunca lo habían sido, quienes no tuvieron ni los sueños de la libertad. Quisimos que fueran libres quienes no soñaron nunca.
¿Cómo están los chicos? ¿Cómo está José Manuel? A veces creo que sólo su compañía apartaría de mi mente las sombras que allí se han instalado, que su risa me aliviaría el peso del corazón. José Manuel… seguro que te hará miles de preguntas. Será imposible que consigas explicarle la situación que estamos viviendo. Ocúpate de Amparo. Todos te necesitan más que nunca. Miénteles. Muéstrate animoso, diles que todo terminará enseguida…
Sé que entenderás que rechace de nuevo tu invitación. No puedo instalarme en vuestra casa. Mi sitio está aquí. Huir equivaldría a darles la razón. Mi sitio es éste. Lo que está pasando es un problema de todos nosotros, incluso de aquellos que pueden dormir tranquilos sabiendo que no van a ser molestados, que nadie llamará a su puerta de madrugada. Hay que terminar con esta infamia. No basta con la salvación individual de cada uno de nosotros y de las personas que queremos. Yo tengo que estar aquí, en mi casa, aferrado a la vida que quise vivir.
Conocerte es uno de los grandes regalos que me ha hecho la vida. Haber compartido contigo palabras, empeños y sueños… eso no podrán arrebatármelo de ninguna manera.
No me gusta hablar de ella, de mi vida sin ella. Cómo he agradecido durante estos años tu discreción, tu manera de acompañarme en silencio, sin hacer preguntas, sin querer saber más, sin darme consejos, sin intentar consolarme, sin invadir mi intimidad. No me gusta hablar de ella, pero hoy quiero decirte que echo de menos a Clara. Al principio me sentí estafado. Su muerte fue un robo. La repentina enfermedad que la consumió en unas pocas semanas me convirtió en un extraño. De golpe nada tenía sentido. No sabía qué hacer, ni qué pensar, ni adónde ir. Durante los primeros meses entendí bien hasta qué punto es frágil e incierta la línea que separa la razón de la locura. Luego me sumergí en el tiempo de la ausencia, de la ausencia definitiva y eterna. Ya no la veré más, ya no escucharé más su voz, ya no me consolarán sus manos, ya no podré abrazarla otra vez… ni siquiera una vez más.
Madrid me ahogaba. Era una ciudad que me hablaba permanentemente y en todos los rincones de la mujer que había perdido. Apenas podía transitar las calles y los lugares que había compartido con Clara. Para seguir viviendo necesitaba distanciarme de aquella casa que sin ella se había convertido en un desierto, necesitaba alejarme de los espacios que hicimos nuestros y que ya sólo me hablaban de su ausencia... No vine aquí, a tu ciudad, con la intención de empezar una nueva vida. Quería continuar la mía, pero para eso necesitaba la serenidad que me permitiera aceptar la ausencia de la mujer que amaba.
Cuando me ocurre algo extraordinario pienso en ella, en cómo hubiera disfrutado, en cómo se hubiera alegrado, en su manera de sacarle partido a la vida. Me hubiera gustado tanto que os conocierais…
El miedo me acompaña estos días como si fuera mi sombra, pero no he perdido la esperanza. Creo en un mañana mejor. Creo que esto terminará en cualquier momento. Creo, como he creído siempre, que no hay nada por encima de la razón.
En cuanto pueda, quizá mañana o pasado mañana, os haré una visita. No se lo digas a José Manuel, que quiero darle una sorpresa. Cuídate mucho. No trates de disuadirme. Saldré de casa. No quiero vivir permanentemente encerrado como si tuviera algo que ocultar, como si asumiera una culpa, como si ya hubiera muerto un poco.
No olvides nunca a tu amigo que te abraza,
Paco