30 mayo 2013

Víctor Juan: el escritor maldito



Antes de empezar a escribir, antes de que las palabras me envenenaran definitivamente el alma, pensaba que si un día escribiera, me gustaría ser un escritor maldito. Sería un tipo incomprendido, solitario, despreciado y olvidado, desde luego, por la academia y la crítica, alejado de las modas. Me convertiría en un escritor atormentado por mil dudas, pero libre de ataduras. Como enseguida habrán adivinado, aquellos deseos míos no se han cumplido, por un buen puñado de circunstancias.
El malditismo de los escritores está relacionado con la muerte, con la búsqueda de una salida airosa de este valle de lágrimas. Parece como si todos pretendieran vivir poco, pero intensamente y yo, señores, no valgo para escritor maldito porque amo la vida y sé que nada me joderá más que morirme. Cuando llegue mi último día –además de que «me encontraréis ligero de equipaje como los hijos de la mar»– solo tendré un consuelo: será mi amigo Pepe Melero quien escribirá mi necrológica. Otros dirán, seguro que si hice esto o lo otro, que si amé tales o cuales cosas, quizá incluso alguien intente mancillar mi buen nombre sosteniendo que con mi último suspiró entoné los primeros acordes del «Hala, Madrid», pero ustedes no han de creer nada de lo que oigan. Solo Melero está autorizado para aponderarme y también para censurar lo que de censurable haya hecho en esta vida.
Tampoco podemos decir que la mía sea una vida bohemia, disoluta, que yo viva al límite, en los bordes de esta senda por la que discurren nuestros días, tal y como se espera de un escritor maldito. No hay nadie que lleve una existencia tan monacal como la mía. Vivo retirado del mundo y sus oropeles, alejado de la hoguera de las banidades en la que muchos se consumen. Madrugo mientras todos duermen, tengo azadones y carretillo, hago la compra todas las semanas en el Mercado Central de Zaragoza, exprimo naranjas para hacer un litro de zumo cada mañana, soy cocinero de mi familia y de mis amigos y, para completar el cuadro, friego los cacharros sucios y meto los platos en el lavavajillas.
Tampoco soy, en el sentido estricto del término, un incomprendido. Me siento querido, acompañado y mimado por mis amigos. Muchas veces me pregunto si estoy a la altura de su cariño, si realmente he hecho algo para merecerlo.
Para ser un escritor maldito debería consumir sustancias, estimularme con algunas drogas para potenciar mi creatividad, mi autoestima o mi capacidad de resistir los golpes que a veces nos da la vida. Pues bien, a mí no se me conocen más adicciones que las que me atan al tomate seco de Caspe y al pan del obrador OLBIS de Huesca.
Además, soy feliz. Feliz de publicar mis libros en Sabara Editorial con las gentes de Literaturame. Esto me ha hecho liberarme del síndrome que hemos padecido en mayor o medida muchos de nosotros cuando hacemos libros. Este síndrome se manifiesta en nuestra manera de entrar en las librerías, poniendo cara de ser otros para que nadie sepa que somos escritores en busca de sus libros. Nos acercamos a la estantería en la que debería estar nuestra novela con el corazón acelerado, mal disimulando nuestra ansiedad. Casi siempre comprobamos que nuestras sospechas eran ciertas: nuestros libros nunca están en las librerías. La edición digital –escribir muñecas hinchables, como las llamó Melero– me procura cientos de alegrías. Y la principal es que sé que cada vez que alguien quiera leer la novela la tendrá al alcance de la mano, desde cualquier parte del mundo, las veinticuatro horas del día, todos los días del año. Y esto me da una tranquilidad difícil de explicar.
Así que lo mejor será aceptar mi condición de escritor sentimental, romántico y zaragocista, un tipo feliz por todo, salvo por una cosa que ahora no quiero recordar.

29 mayo 2013

Para mis hjos, enseñanza pública

Cuando se llega a mi edad no es difícil aceptar que en su vida uno ha hecho algunas cosas bien y otras mal. Quizá haya más errores que aciertos en su haber. Yo tengo la certeza absoluta de que una de las cosas que he hecho bien es elegir para nuestros hijos la enseñanza pública, primero en la escuela que Zaragoza dedicó a Joaquín Costa y después en el IES Goya, heredero del viejo Instituto General y Técnico de la ciudad. Escribo esto ahora que nuestra hija Blanca ha terminado bachillerato. Escribo ahora que he tenido ocasión de conocer el trabajo de decenas de profesores del instituto con quienes siempre tendré -sin que ellos lo sepan, sin que lleguemos a conocernos- una permanente deuda de gratitud por los centenares de horas de preparación de las clases, por su esfuerzo generoso, por su sensibilidad y por su rigor. Gracias.

09 mayo 2013

Palabras


Mi madre me regaló palabras que me han permitido entenderme y encontrarme con los demás, las palabras de enamorarme y de querer a mis hijos, las palabras para cambiar el mundo.
Cuando fui niño en Caspe siempre tuve cerca personas que me quisieron, que me miraron, que me hablaron y que me escucharon: mi abuela Pilar, mis abuelos Valentín y Concha, las mujeres de la calle Vieja con quienes tuve la suerte de disfrutar horas de demorada conversación bajo el cielo estrellado de las noches de verano de mi infancia (Margarita, Pascuala, Julia, Mercedes la Platera, Andresa, María…). También fueron muy importantes para mi formación como palabrero incorregible los días y días que pasé con Carmen y José, los vecinos de mis abuelos, y las tertulias durante las reuniones familiares con mis tíos y mis primos. Nuestra vida giraba alrededor de las palabras… Las palabras son, lo sé ahora que ya voy a cumplir cincuenta años, el más valioso legado de mi infancia.
Y las palabras, aquellas mismas palabras, me han traído hoy aquí.
Me hace muy feliz pensar que mi nombre está unido y enredado por una razón más con Caspe. Cuando alguien haga la historia del concurso literario de relato corto «Ciudad de Caspe» dirá que la edición de 2013, la octava, la ganó un tal Víctor Juan, quien tomó prestado para la ocasión el nombre del escritor Silverio Lanza, el raro de Getafe, y presentó un relato titulado «Muerde la soledad».

03 mayo 2013

Mi vida me salvó la vida

Frank McCourt, El profesor, Madrid, Maeva Ediciones, 2006, 293 pp.
(Publiqué esta reseña en «Artes y Letras», el suplemento que coordina Antón Castro en Heraldo de Aragón. No sé ni qué día ni qué año, pero la publiqué cuando era pequeño)
Como una moderna Sherezade, en manos esta vez de despiadados adolescentes, Frank McCourt (Nueva York, 1939) aprovechó su dominio del arte de contar y de persuadir para despertar con palabras el interés y la curiosidad de sus alumnos. Esa fue su tabla de salvación: tener algo valioso que contar, saber hacerlo y, sobre todo, reunir la valentía necesaria para asumir el riesgo que supone este ejercicio de desnudez.
Quienes hemos tenido el privilegio de que un buen profesor se cruzara en nuestro camino recordamos que era alguien que nos ayudaba a encontrar sentido a la vida, que era capaz de contárnosla para que nos apropiáramos de ella, por encima de las Matemáticas, del Inglés o de la Geografía. Frecuentemente, lo más importante ocurre siempre al margen del programa o en los límites, cuando los profesores hablan desde los umbrales. Quizá sea en esa tierra de nadie donde cada profesor es único y puede proyectar sus lecturas y su biografía. Por librarse de las lecciones de gramática, los estudiantes de secundaria del país de la opulencia le pedían al profesor McCourt que les hablara “de su desgraciada infancia en Irlanda” y él les descubría –y nos descubre ahora a los lectores- al niño de los callejones de Limerick que había nacido en Nueva York, hijo de emigrantes irlandeses, y que se trasladó a Irlanda antes de cumplir los cuatro años. Allí era “el americano” y cuando con diecinueve años regresó a los Estados Unidos fue ya para siempre un emigrante irlandés.
El día en que le llegó la jubilación, uno de sus alumnos le gritó a modo de despedida: “Eh, señor McCourt, debería usted escribir un libro”. “Lo intentaré –le contestó-”. Así lo hizo y sorprendió al mundo con Las cenizas de Ángela, Premio Pulitzer, un libro del que se han vendido más de 20 millones de ejemplares. De este modo, pasó de ser un profesor desconocido a entrevistarse con presidentes de los Estados Unidos, con el Papa, con alcaldes, gobernadores y actores. Se convirtió en un conferenciante de éxito entre el público más heterogéneo y sobre los temas más peregrinos: desde Irlanda a la conjuntivitis pasando por la salud dental. Tenía 66 años cuando publicó Las cenizas de Ángela, la historia que Alan Parker llevó al cine en 1999. Entre Las cenizas de Ángela y El profesor, McCourt publicó Lo es, la crónica de su llegada a América. Las tres  son novelas autobiográficas contadas magistralmente.
En el inicio de su ejercicio profesional, McCourt creía que enseñar era transmitir a los alumnos lo que sabía, examinarlos y evaluarlos. Desde el primer día se dio cuenta de que la enseñanza, la educación y la escuela sólo podían interpretarse desde la complejidad. En ningún manual de Pedagogía le explicaron qué hacer cuando un bocadillo lanzado por un estudiante aterrizara junto a sus pies. Después de algunos años de docencia, llegó a una hermosa conclusión: enseñar es conducir a los estudiantes hacia la libertad reduciendo el miedo que genera crecer y aventurarse a descubrir mundo.
Los profesores y quienes quieren serlo encontrarán en El profesor interesantes reflexiones sobre el sentido de este humilde y apasionante trabajo. No nos preparan para afrontar la incertidumbre y el riesgo que supone enfrentarse a centenares de alumnos no siempre dispuestos a aprender. Nos la jugamos en cada gesto, en cada pequeño comentario, en cada minúscula decisión que tomamos, sabiendo que aquello que funciona hoy no servirá mañana y que lo que necesita Sara no vale para Luis. Como acertadamente descubrió Philip Jackson en La vida en las aulas, en educación todo es más parecido al vuelo de la mariposa -incierto, frágil e imprevisible- que a la trayectoria de una bala.
El humor, el distanciamiento del autor de sus propios problemas y los centenares de anécdotas que se recogen en sus páginas hacen de la lectura de El profesor un continuo placer.
Víctor Juan