Antes de empezar a escribir, antes de que las palabras me
envenenaran definitivamente el alma, pensaba que si un día escribiera, me gustaría
ser un escritor maldito. Sería un tipo incomprendido, solitario, despreciado y
olvidado, desde luego, por la academia y la crítica, alejado de las modas. Me
convertiría en un escritor atormentado por mil dudas, pero libre de ataduras.
Como enseguida habrán adivinado, aquellos deseos míos no se han cumplido, por
un buen puñado de circunstancias.
El malditismo de los escritores está relacionado con la
muerte, con la búsqueda de una salida airosa de este valle de lágrimas. Parece
como si todos pretendieran vivir poco, pero intensamente y yo, señores, no
valgo para escritor maldito porque amo la vida y sé que nada me joderá más que
morirme. Cuando llegue mi último día –además de que «me encontraréis ligero de
equipaje como los hijos de la mar»– solo tendré un consuelo: será mi amigo Pepe
Melero quien escribirá mi necrológica. Otros dirán, seguro que si hice esto o
lo otro, que si amé tales o cuales cosas, quizá incluso alguien intente
mancillar mi buen nombre sosteniendo que con mi último suspiró entoné los
primeros acordes del «Hala, Madrid», pero ustedes no han de creer nada de lo
que oigan. Solo Melero está autorizado para aponderarme y también para censurar
lo que de censurable haya hecho en esta vida.
Tampoco podemos decir que la mía sea una vida bohemia, disoluta, que yo viva al límite, en los bordes de esta senda por la que discurren
nuestros días, tal y como se espera de un escritor maldito. No hay nadie que
lleve una existencia tan monacal como la mía. Vivo retirado del mundo y sus
oropeles, alejado de la hoguera de las banidades en la que muchos se consumen.
Madrugo mientras todos duermen, tengo azadones y carretillo, hago la compra
todas las semanas en el Mercado Central de Zaragoza, exprimo naranjas para
hacer un litro de zumo cada mañana, soy cocinero de mi familia y de mis amigos
y, para completar el cuadro, friego los cacharros sucios y meto los platos en
el lavavajillas.
Tampoco soy, en el sentido estricto del término, un incomprendido.
Me siento querido, acompañado y mimado por mis amigos. Muchas veces me pregunto
si estoy a la altura de su cariño, si realmente he hecho algo para merecerlo.
Para ser un escritor maldito debería consumir sustancias,
estimularme con algunas drogas para potenciar mi creatividad, mi autoestima o
mi capacidad de resistir los golpes que a veces nos da la vida. Pues bien, a mí
no se me conocen más adicciones que las que me atan al tomate seco de Caspe y
al pan del obrador OLBIS de Huesca.
Además, soy feliz. Feliz de publicar mis libros en Sabara
Editorial con las gentes de Literaturame. Esto me ha hecho liberarme del
síndrome que hemos padecido en mayor o medida muchos de nosotros cuando hacemos
libros. Este síndrome se manifiesta en nuestra manera de entrar en las
librerías, poniendo cara de ser otros para que nadie sepa que somos escritores
en busca de sus libros. Nos acercamos a la estantería en la que debería estar
nuestra novela con el corazón acelerado, mal disimulando nuestra ansiedad. Casi
siempre comprobamos que nuestras sospechas eran ciertas: nuestros libros nunca
están en las librerías. La edición digital –escribir muñecas hinchables, como las
llamó Melero– me procura cientos de alegrías. Y la principal es que sé que cada
vez que alguien quiera leer la novela la tendrá al alcance de la mano, desde
cualquier parte del mundo, las veinticuatro horas del día, todos los días del
año. Y esto me da una tranquilidad difícil de explicar.
Así que lo mejor será aceptar mi condición de escritor sentimental,
romántico y zaragocista, un tipo feliz por todo, salvo por una cosa que ahora
no quiero recordar.