El paso del tiempo le hacía recordar cada vez con más frecuencia su infancia, un pasado remoto y a la vez tan próximo… Sentía la cercanía de las personas que le acompañaron aunque hubieran muerto hacía tiempo. Le hubiera gustado contarles qué había hecho desde que habían dejado de verse: sus estudios, sus viajes, sus trabajos, sus libros y, sobre todo, que era alguien distinto de quien conocieron porque tenía una hija... Las personas que queremos siempre mueren demasiado pronto. Sus abuelos no tenían que haber muerto nunca.
Miguel nació en Zaragoza por casualidad o, mejor, por el miedo que su madre sintió ante el nacimiento de su primer hijo. Cuando llegó el momento decidieron trasladarse a Zaragoza, a la Maternidad provincial. Apenas tuvo tiempo de gozar de su condición de zaragozano porque a los tres días ya volvió, cristianado, a Caspe. Sus padrinos fueron su padre y su abuela, las únicas personas conocidas que estaban en la clínica cuando el cura les advirtió que era la hora de bautizar a las criaturas que habían nacido en los dos últimos días. Sus hermanos nacieron en la vieja casa familiar en la que ya había nacido su padre. Hasta que cumplió seis años, vivió en Caspe, un paraíso de luz, libertad, tiempo y palabras donde la felicidad y el cariño eran siempre previsibles. Trasladarse a Zaragoza fue la gran tragedia de su infancia. Aquella mudanza fue un exilio. Durante mucho tiempo se sintió un transterrado. Al fin y al cabo, había perdido la tierra prometida. En Caspe dejó a sus amigos, el paisaje y la complicidad de las personas que le conocían. Ya había estado algunas veces en Zaragoza para comprar ropa. Su estancia más prolongada era la que le llevó un par de días al Hospital Provincial cuando le extirparon las amígdalas. En cada uno de sus viajes acudía a los almacenes El SEPU para subir y bajar varias veces por una pequeña escalera mecánica. No había visto nunca nada parecido. Es cierto que había visto muy pocas cosas y aquel ingenio le parecía una de las maravillas del universo. Cuando se trasladaron a Zaragoza, la ciudad perdió su componente festivo y se convirtió en un lugar incómodo en el que estaba obligado a vivir recluido en el cuarto piso de un horrible edificio habitado por unos vecinos de quienes desconfió siempre. Miguel era un exiliado y como todos los que han sido expulsados de su patria solo pensaba en volver para estar con sus abuelos, para ir y venir de la plaza a casa y de casa a los jardines de la iglesia sin tener que dar explicaciones a nadie. Quería volver para comer pan de verdad, tortas de verdad y para beber la leche recién ordeñada que cada noche iba a buscar a la vaquería de «La Bochorna». Cuando estaban en Caspe sus padres sonreían como si hubieran recuperado la inocencia perdida en la ciudad. La existencia era infinitamente más liviana. Y él era feliz con esa felicidad rotunda que solo los niños son capaces de disfrutar.
Antes de instalarse en Zaragoza empezó a ir a la escuela en Caspe. Su madre le contó muchas veces que una mañana se encontró con la maestra en la calle Mayor. Su hermano Carlos, trece meses menor que Miguel, iba en el cochecito de paseo. Él caminaba ya por su propio pie. La leyenda familiar decía que el mismo día que nació su hermano, Miguel conquistó la bipedestación. Quizá era su manera de celebrar que había ascendido en el escalafón familiar. Aquella mañana que coincidieron con la maestra, Miguel ya caminaba con cierto oficio, Carlos dormitaba en el cochecito y su madre estaba embarazada de Jesús. Doña Julia pensó que aquella prole era demasiada carga para una joven que no había cumplido los treinta años.
–¡Cuánta faena te darán estos pequeños! –exclamó la maestra.
–Son muy buenos, pero ya se puede imaginar que no paro ni un momento en todo el día…
–¿Cómo se llama el mayor?
–Miguel.
–¿Y qué tiempo tiene?
–Dos años y dos meses…
–Vaya, dos años, cómo pasa el tiempo… Pues mira lo que vas a hacer: le compras una bata en Confecciones La Rosa y mañana me lo traes a la escuela. Tú bastante tienes con este señor que duerme tan plácidamente y con el que está en camino…
–Ay, no sé… Miguel aún es muy pequeño para estar tanto rato fuera de casa…
–No te preocupes, mujer, que se acostumbrará enseguida. Y si no me hago con él, pues te lo mando a casa y en paz.
–Muchas gracias, doña Julia. ¿Cómo podremos agradecerle?...
–De ninguna manera… Para mayo trae a la escuela, como todos los años, un ramo de esas maravillosas rosas de vuestro huerto.
Esa misma tarde le compraron una bata de rayas azules y grises. A Miguel le pareció horrible, pero se la puso sin protestar porque sabía que en aquella ocasión sus quejas no le servirían de nada. No le gustó la idea de llevar aquella bata de rayas que le otorgaba un aire carcelario, sin embargo le encantó su primera cartera escolar, una cartera de cuero marrón heredada de su primo Paquito. No tenía mucho que meter dentro: un pequeño cuaderno y el plumier de madera al que todos llamaban catedra, así, sin tilde. Desconocía el origen de aquella palabra, pero a veces las palabras son caprichosas y su origen se escapa a la lógica de los niños y de los hombres. Su madre le dijo: «esto es una catedra» –como le había enseñado todas y cada una de las palabras que él conocía– y a Miguel le bastó así. En la catedra guardó el lápiz, el sacapuntas, la goma de borrar, una goma Milán, blanca, que olía a nata, y media docena de pinturas Alpino. Como aquellas herramientas del inicio de su vida académica tenían muy poca presencia en una cartera tan grande, decidió llenarla de viejos periódicos. No sabía aún qué podía esperar de la escuela, pero no le cabía ninguna duda de que la cartera, una cartera importante, tenía que estar bien llena. Y pasó la última tarde inocente de su infancia llevando su cartera de aquí para allá. De vez en cuando se sentaba en el suelo para disfrutar del inconfundible aroma de la goma de borrar y de los lapiceros y para acariciar las tapas de su cuaderno. Era el olor de lo nuevo. Todo estaba aún por estrenar, como su propia vida.
Al día siguiente, cogido de la mano de su madre y de su abuelo Valentín emprendió por primera vez el camino a la escuela. Cada tres pasos daba un salto adelante y su madre y su abuelo le sostenían un instante en el aire. Procuraba jugar con todo. Necesitaba muy pocas cosas para ser feliz. Cuando llegaron a la puerta de la escuela su madre se agachó hasta que sus ojos quedaron a la altura de los de Miguel, quien misteriosamente parecía más pequeño que cuando era un niño libre para ir y venir sin bata, para reír, para callar o gritar cuando se le antojara. Miguel sentía que algo estaba a punto de terminar y que, al mismo tiempo, empezaba una nueva etapa de su existencia.
–Pórtate bien –le advirtió muy seria su madre–. Haz todo lo que te diga doña Julia. El yayo vendrá a buscarte y te traerá a casa a la hora de la comida…
Miguel tenía un enorme nudo en la garganta. Su padre le había dicho la víspera que tenía que ser valiente, que iba a conocer a muchos niños y que cuando él era pequeño se lo pasaba muy bien en la escuela. Miguel sabía que no era verdad. También le dijo que en el hospital en el que le amputaron las anginas había muchos juguetes y que estaría todo el día jugando. Todo era mentira, pero a veces no tenemos más remedio que creer lo que nos dicen las personas que nos quieren. Miguel aguantó sus ganas de llorar y de escaparse corriendo.
–¿Cuándo es la hora de la comida? –se atrevió a preguntarle a su madre en el oído para que nadie más que ella pudiera oírle.
–No te preocupes por eso. El yayo te recogerá cuando suene la sirena.
–¿Y si me canso antes o vomito la leche del desayuno?
–Ni vas a llorar ni vas a vomitar. Hasta la hora de comer estarás aquí… Ahora llama en la puerta, di «Avemaría purísima», doña Julia te dirá «Sin pecado concebida» y ya podrás entrar.
–No, «Avemaría purísima» no lo digo.
–O lo dices o no irás esta tarde con papá a la plaza…
–Pero yo no quiero decir «Avemaría purísima»...
–Déjalo, mujer, que bastante tiene para ser el primer día –terció su abuelo, que siempre estaba, pasara lo que pasara, del lado de su nieto.
Su abuelo Valentín era flaco como los presos de las cárceles de la postguerra. Solo sonreía cuando sus nietos le miraban. Sonreía para disimular la tristeza que le había envenenado para siempre el alma. Miguel pasó muchas horas con su abuelo. Le hacía todas las preguntas que la vida despertaba en él cuando aún le parecía que era posible entenderlo todo, fueron juntos a pescar centenares de tardes, le acompañaba al huerto a coger tomates antes de que calentara definitivamente el Sol, le llevaba la cena al cine mientras su abuelo, después de su jubilación en la RENFE, trabajó de acomodador, fue su escudero en la taberna en donde su abuelo se jugaba un chato de vino en interminables partidas de guiñote, le acompañó durante su enfermedad… Sus padres, sus tíos, incluso los vecinos de la calle decían que a Valentín se le había agriado el carácter, que se había vuelto reservado, arisco e irascible. Para todos –salvo para Miguel– era un viejo gruñón:
–Yayo, ¿por qué nunca estás malo?
–¡Porque tengo tan mal genio que hasta las enfermedades pasan de largo cuando me ven!
Solo con Miguel seguía siendo el hombre paciente y cariñoso que había sido siempre. Todo eso vendría más tarde. Pero aquella mañana cuando Miguel se agarraba a su cartera de cuero marrón llena de periódicos como tantas veces en la vida se aferraría para sobrevivir a los recuerdos felices, su abuelo le tomó de la mano, llamó a la puerta y juntos entraron en el aula.
–Buenos días, señora maestra. Le traigo un nuevo escolano…
–Buenos días… Qué bien acompañado vienes, Miguel, y qué guapo estás con la bata –dijo doña Julia.
Otra mentira. Nadie podía estar guapo con esa bata.
–Estudia mucho, Miguel –le dijo su abuelo antes de despedirse–. Estudia todo lo que no pude estudiar yo. Estudia mucho que para ti ha de ser.
Miguel no entendió lo que le pedía su abuelo. En aquel momento solo sabía que estaba solo en medio del aula, rodeado de niños a quienes no conocía y aguantando la mirada de la maestra. Así empezó su larga vida escolar. En su recuerdo se confundían las semanas, las estaciones y los cursos. Muchos niños se iban a otras clases, pasaban de grado, pero él estuvo en la clase de doña Julia una eternidad. Se acostumbró a los andares sincopados de aquella maestra que tenía una pierna más corta que la otra y por esta razón en uno de sus pies llevaba una bota con una gran plataforma que apoyaba solo en la puntera, como si fuera una bailarina de ballet. Conocía sus manías y sus secretos. Sabía cómo iba a reaccionar ante cualquier situación. Pronto se convirtió en su asistente y en su mano derecha. Por eso tenía privilegios como repartir las bolsas de la merienda, ser el mensajero de doña Julia cuando tenía que decirle algo a doña Encarna, la maestra de primero, o no tomar el vaso de leche en polvo de los americanos. También era el encargado de regar dos veces por semana los tiestos de las ventanas.
Cuando la existencia de Miguel era una apacible rutina y nada de cuanto ocurría en la escuela le sorprendía, creyó que había llegado la hora de hablar seriamente con su padre:
–Papá, yo ya sé todo lo que enseñan en la escuela. Desde mañana, me quedaré en casa.
A su padre se le escapó una enorme carcajada. No le contestó ni que sí ni que no. Se limitó a ir en busca de su madre para contarle la ocurrencia de Miguel. Durante varios días, su padre le contaba a todo el mundo –en la barbería, en el estanco, en Vinos Bret, las bodegas en las que compraba el vino y la gaseosa de las comidas– lo que Miguel le había dicho. Y todos reían. A Miguel no le hacía ninguna gracia. No le pareció prudente volver a sacar el tema, pero durante unas semanas esperó la respuesta de su padre –positiva o negativa, porque cuanto más pasaba el tiempo más pesimista se sentía sobre sus verdaderas posibilidades de quedarse para siempre en casa–. No volvieron a hablar de aquel asunto y Miguel asumió que su condena escolar no admitía redención ni siquiera por buen aprovechamiento.
Como no hay mal que por bien no venga, por aquellos días Miguel conoció las mieles del amor y sus horas de escuela se le antojaron un regalo. Se le hacían cortas las mañanas y le dolía que fuera fiesta y que la escuela estuviera cerrada. La razón de aquel cambio en su vida se llamaba Rosamari, una niña que sonreía permanentemente, hablaba con desparpajo y sabía pedir ayuda cuando la necesitaba. El padre de Rosamari trabajaba en el juzgado y había llegado en el mes de diciembre a la ciudad. Doña Julia le pidió a Miguel que la ayudara en todo lo que pudiera, que le explicara donde se guardaba cada cosa y que se sentara a su lado para enseñarle las canciones y las poesías que habían aprendido en clase. Miguel se convirtió en el caballero andante de Rosamari.
Le sorprendió que sus padres empezaran a decirle que seguro que le gustaría mucho vivir en Zaragoza, que en la ciudad se podía hacer muchas cosas, que iría a una escuela con un recreo muy grande, que conocería a muchos niños, que había unos parques muy bonitos, que montaría en el tranvía y que podría subir y bajar por las escaleras mecánicas del SEPU cada vez que él quisiera. Además iría a las ferias y montaría en los coches chocantes y podría ir a La Romareda a ver al Real Zaragoza. Su padre le prometía que José Luis Violeta Lajusticia, «El león de Torrero», le dedicaría una fotografía. Miguel intuía que tantas ventajas no podían ser buenas. Seguro que había algo que no iba a funcionar. No quería ir a vivir a Zaragoza, quería vivir en Caspe, quería estar con sus abuelos, quería estar con sus amigos y entonces más que nunca, quería ir a la escuela. Como tantas otras veces en su vida, de nada sirvió lo que él quería y tuvo que conformarse con lo que estaba escrito que en aquel momento sucediera.
Cincuenta años después aún podía recordar el olor de su primera cartera, el miedo que le mordía en el estómago cuando esperaba en la fila a que le tocara leer, la monótona musiquilla del «eso, eso, señorita», el sonsonete con el que respondían a doña Julia cada vez que ella hacía una afirmación, las palabras en clave que le permitían relacionarse con los otros niños: «te ajunto», «ya no te ajunto», la sed de las tardes de primavera porque estaba prohibido beber. En realidad todo estaba prohibido en aquella escuela de la calle La Balsa. También tenía recuerdos felices como el olor del pelo de Rosamari por las mañanas, el espejismo de libertad de los ratos en el recreo o los secretos que le hicieron cómplice para siempre de sus primeros amigos.