14 diciembre 2012

El sacapuntas

Ayer mi oficio de predicador en el desierto me llevó hasta la República Independiente de Torrero para participar en la décima edición del ciclo «La otra historia». En esta ocasión hablé de los proyectos educativos de Félix Carrasquer. Ya estuve en 2005 contando el cuento de Ramón Acín («En cualquiera de nosotros un pedazo tuyo») y fuí el presentador de José Luis Melero cuando habló de Los libros de la guerra.
Marisa Fanlo me decía que en Torrero yo jugaba en casa. Y tenía razón. Los amigos nos hacen sentir en cualquier parte como en nuestra casa. Y eso me sucede a mí cuando voy a Torrero.
Lo más bonito de la noche me ocurrió al final. Un señor que estaba sentado en las primeras filas salió de la sala en cuanto terminé. Se marchó a su casa y volvió con un sacapuntas. Me dijo que lo encontró hace años en una casa antigua de Castiello de Jaca. Eugenio Lasarte -así se llama mi nuevo amigo- me lo regaló como recuerdo de una noche de palabras porque el sacapuntas tiene grabada una pajarita, una pajarita de Ramón Acín.
Guardaré este sacapuntas -este tajador como aprendí a nombrarlo en Caspe durante mis primeros días de escuela.
-Qué detalle más bonito, ¿verdad, Pepe? -le dije a Melero cuando caminábamos hacia el lugar donde se levantaba la cárcel de Torrero
-Bonito, bonito... Lo bonito sería que hubiera traído dos: uno para ti y otro para mí...



02 diciembre 2012

El hombre que nunca leía demasiado

En la primavera de 2007 tuve la suerte de acompañar a Pepe Melero al Centro Aragonés de Barcelona para presentar Los libros de la guerra. Bibliografía comentada de la Guerra Civil en Aragón (1936-1939). Al llegar a la ciudad, me detuve en un paso de peatones porque en ese momento Melero, flamante consejero del Real Zaragoza, atendía en directo una llamada de un programa de una emisora aragonesa. El destino quiso que una patrulla de los mossos d’esquadra transitara por la calle dedicada a Joaquín Costa, donde yo había estacionado el coche justo enfrente de la rampa de entrada a un aparcamiento. Cuando me hicieron evidentes gestos de desaprobación y ya echaban sus pecadoras manos a la libreta de poner multas con el mismo ademán del árbitro que calma los ánimos de los jugadores señalando el bolsillo tarjetero, salí del coche y les conté que mi amigo era consejero de un gran club que esa semana iba a disputar un partido en Europa y que no quería entrar al subterráneo para que no se perdiera la señal del teléfono. Se miraron desconcertados. Seguro que nadie les había dado una excusa tan peregrina. Prometí que en cuanto el consejero terminara su entrevista, despejaría el paso de cebra. Los agentes me creyeron y me dejaron estar. Pasamos un día inolvidable. Estuvimos en casa de Ignacio Martínez de Pisón quien con esa generosidad que le es tan propia, nos invitó a comer. Luego paseamos demoradamente por la ciudad y a última hora de la tarde presentamos el libro en el mismo salón que ha acogido tantos actos importantes para los aragoneses de Cataluña durante el último siglo de nuestra historia. Al terminar la presentación un señor de Panticosa se me acercó para participarme una duda que le tenía intigrado:

–Si es verdad que su amigo ha leído ciento veintiocho libros para escribir este libro… ¡Buena tendrá la cabeza!

Esta es una de las anécdotas más divertidas que hemos compartido Pepe y yo. Melero vive en una gran biblioteca. En su casa mima, protege y ordena más de treinta mil volúmenes que le han hecho vivir muchas vidas, que le han procurado felicidad, placer, conocimiento y amistad porque así como suele aceptarse que unos libros nos llevan a otros libros, a Melero unos libros le llevan a más amigos, de manera que su biografía es, en buena medida, una bibliografía cuidadosamente seleccionada.
Escritores y escrituras es el último regalo que solo alguien tan generoso como Melero podría hacernos. Los coleccionistas disfrutan, sobre todo, teniendo lo que nadie tiene. Sienten, de esta manera, que los objetos les hacen distintos, que transitan el territorio de lo exclusivo, lo limitado y lo inalcanzable para la mayoría de los mortales. Sin embargo, Melero, sabiendo lo que nadie sabe, decide compartirlo para que seamos más cultos, para despertar una sonrisa inteligente en sus lectores, para demostrarnos que la vida está llena de pequeños placeres. Estamos demasiado acostumbrados a escritores que publican libros, catálogos, artículos y prontuarios en los que se limitan a resumir aquello que han leído apresuradamente la víspera. A Pepe Melero le ocurre lo contrario. Ha necesitado más de treinta y cinco años para componer esta galería de delicadezas, de detalles sutiles, de anécdotas divertidas que nos demuestran que la vida de los libros, y nuestra propia vida si nos empeñamos, es maravillosa.
Hace cuatro décadas Melero comenzó a tejer una red invisible hecha con palabras. En ella recogería y daría sentido a algunos de los más transcendentales asuntos de su existencia: Aragón, el Real Zaragoza, la jota, las vidas de escritores, la esencia de la amistad o el conocimiento del ser humano. Si algo ha descubierto Melero después de las miles de horas dedicadas a la lectura es que no hay en nuestra vida nada más importante que las personas que queremos, que no hay nada que importe más que la felicidad de nuestros amigos, que solo merece la pena empeñarse en construir una sociedad más justa y que hemos de estar cerca de quienes lo tienen más difícil para que su existencia sea más llevadera.
Melero jamás ha pretendido la erudición para ser el más listo de la clase, para quedar como el más guapo –que lo es– en fiestas y saraos. Tengo la fortuna de pasar algunos ratos con Melero. Cuando cuenta sus cosas siempre suele decir «como todos sabéis…», «ya recordaréis que…», «todo el mundo sabe…» y nuestro común amigo Miguel Mena le dice enseguida: «No, Pepe, no lo sabemos…» «No, es la primera vez que oímos eso…». Y es que resulta imposible recordar tantos detalles tiernos, delicados, luminosos, heroicos y miserables como los libros, esos treinta y cinco mil libros que Melero cuida y protege en su propia casa, le han proporcionado. Luego, Pepe nos regala libros como Escritores y escrituras con el que nos hace disfrutar de horas de serena placidez.
Para terminar, les diré una cosa más. Aquel señor de Panticosa a quien conocí en el Centro Aragonés de Barcelona tenía razón. Buena tiene la cabeza Melero… y bueno tiene el corazón.

09 noviembre 2012

Entrevista a Víctor Juan en "El Agitador"

Víctor Juan Borroy: Intento convencer a mis alumnos de que la escuela es la institución que refleja de una manera más fiel la sociedad de cada momento [leer entrevista completa]

 

 

02 septiembre 2012

Félix Carrasquer y Barcelona



«Nos enteramos de que las tropas fascistas estaban entrando en Barcelona. Pensamos en muchas cosas, en los artilleros que emplazaban sus cañones en el jardín cuando salíamos. Seguro que se quedaron allí copados. Pensábamos esencialmente en Barcelona, en la ciudad. Allí aprendimos muchos a pensar, a conocer, a distinguir lo justo de lo injusto, a practicar la solidaridad y a luchar por un mundo mejor. En ella se desarrolló el humanismo y fue el osado taller en el que se forjaron los derechos del hombre y los órganos obreros que aspiraban a la emancipación de los trabajadores y a la supresión de las clases discriminadoras.
¿Qué pasaría ahora en la capital del arte y de la gentileza? No era necesario esforzarse mucho para imaginarlo… Se impondrían el crimen y la humillación. Me estremecía imaginarlo».
Félix Carrasquer. Memorias

20 agosto 2012

Los secretos de la vida


  
Antes de cumplir los cinco años hizo cuanto estaba en su mano para desentrañar los secretos de la vida. Le preocupaba particularmente la historia de la cigüeña. La carta que los padres escribían cuando decidían tener un hijo era ciertamente hermosa, pero quizá entonces ya intuía que las historias hermosas no siempre son ciertas. Para comprobar la verosimilitud de lo que todo el mundo le decía, pasó un día entero sentando frente a la fachada de su casa –de allí tuvieron que arrancarle a la hora de comer– esperando que llegara la cigüeña, vigilando el cielo y, sobre todo, procurando no apartar la vista de los balcones de la habitación en la que su madre aguardaba la llegada de su hermano pequeño. Imaginaba que la cigüeña sería tal cual la había visto en los dibujos: un pájaro de cabeza pequeña, con un pico muy largo del que colgaba una especie de pañuelo de ato. En la punta del pico la cigüeña traería una nota con la dirección de entrega del bebé. Este detalle le preocupaba especialmente. ¿Y si la dirección estaba mal escrita y llevaba a su hermano a otra casa, con otra madre? Cuando su abuela Pilar se asomó a la ventana para anunciar a las vecinas que había sido un chico, Miguel experimentó una enorme decepción. Le daba lo mismo que el recién nacido fuera niño o niña. Aquel día tenía una misión especial:
–¡Yaya, yaya…! –gritó desde la calle.
–Qué quieres…
–¿Y la cigüeña? ¿Dónde está la cigüeña? –preguntó suponiendo lo peor.
–Ah, maño, la cigüeña… La cigüeña ha entrado por la terraza.
Creyó que fue así. Tuvo que creer a su abuela. Por alguna razón relacionada con la logística del vuelo, la cigüeña había llegado por la parte de atrás de la casa.
Era un niño fácil de engañar. Se lo creía todo. Le parecía imposible que alguien le quisiera y le engañara al mismo tiempo. Luego se convirtió en un hombre a quien se le engañaba fácilmente y aún creía que quien decía quererle no le engañaría. Se fiaba de las personas. Era un ingenuo. Prefería la amargura que siempre despierta el engaño a vivir desconfiando permanentemente.
Dejó de ser niño cuando perdió la inocencia, cuando sospechó que las cosas no eran como le contaban y que las personas no eran quienes decían ser. Dejó de ser niño cuando descubrió que no quería a todo el mundo y que todos no iban a quererle a él.

Víctor Juan
(Heraldo de Aragón, 19 de agosto de 2012)

10 agosto 2012

Francisco Carrasquer, un hombre bueno

En agosto de 1935 os chirmans Carrasquer Launed –Félix, que ya heba perdiu totalment a vista, José, l’unico que estudió machisterio y que murió en Corbalán en un combate cuerpo a cuerpo contra as tropas d’o cheneral Franco, y Francisco, o chicot d’os tres– facioron un viache a piet dende Albalate de Cinca enta Os Corrals, población en a que obtenió destín o suyo pai dimpués de salir d’a garchola an heba estau recluyiu por colaborar en a fallida revolución d’aviento de 1934.
O día de Sant Lorient os Carrasquer facioron un café en una terraza d’o Coso de Uesca con Ramón Acín. Lis acompanyaban qualques estudiants de Machisterio. Charroron d’a importancia d’a educación y coincidioron que l’autentica revolución caleba fer-la en o corazón d’o ser humano. Aquella yera a zaguera vegada que veyerían a Ramón Acín. Un hombre bueno –escribió Félix Carrasquer–, talment o millor de totz. Pocos días mas tarde s’establirían en Barcelona con o proposito d’organizar una escuela basada en os prencipios d’a pedagochía libertaria inspirada, fundamentalment, en as ideyas de Francisco Ferrer i Guardia. Facioron realidat o suenio suyo en a escuela «Eliseo Reclus», en a carrera Vallespir, un centro dependient de l’Ateneo d’o Carmen, en o vico d’as Corts. Allí atendioron a quantos centenars de ninos y ninas dica que prencipió a guerra civil.
Francisco Carrasquer [Albalate de Cinca,1915-Tárrega (Leida) 2012] esfendió chunto a atros diez mil libertarios Barcelona –a ciudat d’os suenios– en chulio de 1936 quan una parte d’os militars se sublevoron contra o gubierno d’a Republica espanyola. Rematada a guerra civil crució a buega francesa. Allí sufrió o rigor d’os campos de concentración. En 1948 s’exilió en Francia y se matriculó en a Sorbona con os diners que le i heba proporcionau a publicación de “Manda el corazón”, una novela d’aimor. Dimpués s’instaló en Holanda y, dende meyaus d’os uitanta viviba en Tárrega, o lugar de María Antonia, a suya muller.Allí li querioron y en 2007, o mesmo anyo que estió distinguiu con o Premio d’as Letras Aragonesas, o concello de Tárrega paró un homenache ta Francisco Carrasquer en o qual tenié a fortuna de participar-ie. Acudié un sabado d’aviento ta charrar de pedagochía libertaria y, a la fin d’o maitín, compartié una mesa redonda con José Antonio Labordeta. Tamién yera Javier Barreiro, l’amigo de Francisco dende fa quaranta anyos.
Francisco Carrasquer yera un hombre menudo, educau, cheneroso y charrín. Estió, sobre tot, un hombre bueno. Dica la fin d’a suya vida estió pendient d’a reedición d’as suyas obras, d’a publicación d’os suyos triballos y d’a difusión d’as suyas ideyas como si s’alimentase de parolas. Dimpués de sufrir as atrocidatz de dos guerras yera –como chilan as suyas poesías– un firme esfensor d’a paz, d’a convivencia y d’a bondat d’o ser humano. Quan li uellabas yera facil endevinar que os suyos uellos yeran feitos t’o goyo, t’a felicidat y t’a chusticia.

Francisco Carrasquer, un hombre bueno Víctor Juan en arredol  (traducción @purnas)

05 agosto 2012

Luz


No hay nada más urgente que el rescate de la mirada. Necesitamos una mirada libre y emancipadora, una mirada inocente y auténtica, una mirada cómplice y comprometida, una mirada crítica y solidaria. Antes de tomar los pinceles para herir la blancura del lienzo con la huella del color, el pintor es alguien que mira el mundo y ve lo que nadie intuye. Y luego la pintura es, esencialmente, la luz proyectada, la luz fecundada por los ojos del pintor cuando mira el paisaje o cuando mira los rostros o cuando mira en su interior, justo en el lugar donde nacen los sueños. Contemplando la obra de Joaquín Ferrer Guallar, después de dejarme llevar por la caricia de los colores, no puedo evitar preguntarme si fue primero la parte o el todo porque sus composiciones son la suma de detalles pequeños –todos imprescindibles– o, bien, el resultado de la descomposición del todo en elementos simples. Y aún me pregunto en qué momento el pintor decide no dar ni una pincelada más, del mismo modo que un compositor decide no añadir ni un compás más ni una nota más ni un silencio más y da por terminado un concierto o una ópera. ¿Qué sensación de rotundidad ha de devolverle su obra al pintor para que dé reposo al pincel?
La mirada de Joaquín Ferrer Guallar y su mano sensible ponen a disposición de los ojos de quien mira una realidad hecha de colores, formas y volúmenes. Descúbranla y disfruten.

 Víctor Juan
 (Texto para el programa de la exposición «Entre la luz y la mirada» de Joaquín Ferrer Guallar 



01 agosto 2012

16 junio 2012

Presentación de «Te veo triste» de Fernando Sanmartín


Borja, 15 de junio de 2012

A veces leemos libros, admiramos a sus autores, nos preguntamos de dónde nace el talento que les impulsa a contar las historias que nos emocionan y nos permiten entender qué queremos querer, cómo nos enamoramos, de qué se alimenta nuestra tristeza o las razones que tenemos para vivir y morir. A veces leemos las palabras que han reunido algunos escritores para contar sus cuentos, y no podemos evitar preguntarnos qué pacto han hecho con los dioses para que estos les permitan explicar qué somos, qué sentimos o qué deseamos ser. Yo leía a un tal Fernando Sanmartín. Solo le conocía por las fotografías de las solapas de sus libros. Me gustaba mucho como escribía. No le admiraba porque en esto hace tiempo que soy como Luis Buñuel quien confesaba en sus memorias que no admiraba a Jorge Luis Borges. Además, -añadía el genio de Calanda- yo no respeto a nadie porque sea buen escritor. Hacen falta otras cualidades»[1]. Hoy puedo asegurar que admiro y respeto a este buen escritor que se llama Fernando Sanmartín.
Fernando y yo tenemos amigos comunes y gracias a la amistad, que como dice Luis Alegre siempre es maravillosamente promiscua, conocí a Fernando Sanmartín y tengo, desde entonces, más de mil razones para admirarle. Hace unos años compartimos uno de esos proyectos hermosos con los que la vida, quizá sin merecerlo, nos obsequia. Un grupo de amigos recuperamos la melodía que sonaba en la caja de música de Ramón Acín. Luego un carpintero nos hizo una caja con madera de roble y ahora suena en nuestras casas La última rosa del verano, la melodía que tantas veces se escuchaba en la casa de Ramón Acín en Huesca. Les envié a mis amigos centenares de correos electrónicos dándoles cuenta de cómo avanzaba la construcción de nuestra caja: el diseño del arquitecto Basilio Tobías, la fabricación del mecanismo musical en Francia y Suiza. En uno de aquellos mensajes les conté que ya habíamos elegido el aceite que protegería la madera y Fernando me contesto: «Ya lo veo: acariciaremos nuestra caja como se acaricia a una mujer desnuda». Así es el autor que ha escrito Te veo triste.
Para contarles quién es Fernando Sanmartín voy a relacionarlo con dos personas distintas. Miraré primero el ejemplo de un deportista y después tomaré el caso del protagonista de una de las películas más hermosas de la historia del cine.
Fernando Sanmartín es nuestro Sebastian Coe, el plusmarquista del 1500. El rey de las distancias más comprometidas. Fernando ha escrito libros breves, quintaesenciados, tan bellos como intensos: Los ojos del domador, Apuntes de París, Heridas causadas por tres rinocerontes, Hacia la tormenta, El llanto de los boxeadores, Viajes y novelerías o La infancia y sus cómplices. Es, además, director de la colección de poesía «La gruta de las palabras» de las prensas de la Universidad de Zaragoza. Conserva siempre la elegancia. Tiene el porte de un medio fondista, alguien que demuestra que no basta con ser un tipo explosivo en los cien primeros metros. La media distancia exige velocidad y resistencia. Y Fernando Sanmartín, lord Sanmartín deberíamos llamarle, es un escritor capaz de descubrir el poema que se esconde en cada rincón de la vida. Es un coleccionista de delicadezas que pretende permanentemente la belleza. Miguel Mena señaló en la entrevista para la Cadena SER con motivo de la presentación de Te veo triste en Zaragoza que Fernando habla como escribe, pero hay algo mucho más importante y es que sabe escuchar. Es el más atento escuchador que conozco.
Si Fernando Sanmartín fuera un personaje de una película sería Atticus Finch, el abogado que asume como un compromiso moral la defensa de un hombre negro a quien todos creen culpable en Matar un ruiseñor. Atticus representa la rectitud, el valor de las convicciones que defendera desde la firmeza de los débiles, lejos de la prepotencia, la imposición por la fuerza, el insulto o la descalificación. Tengo la certeza de que una vez que Atticus Sanmartín ha tomado partido, defenderá aquello que le parezca justo sin pensar permanentemente en las consecuencias que esto pudiera tener para él o para sus intereses. Fernando estará siempre al lado de sus amigos –al lado de quienes no lo son– si se trata de defender una causa justa. Bajo una apariencia de fragilidad, de hombre de modos suaves se esconde una firmeza inquebrantable. Para Fernando no hay sueños imposibles. Lo importante es soñar, aunque quizá necesitemos cien años para hacerlos realidad.
Fernando es poeta y zaragocista. Su zaragocismo también se nutre de la poesía, de su visión poética de la realidad. Cuando en mayo de 2008 el Zaragoza bajó a segunda división, Fernando llamó a Pepe Melero para anunciarle que su hijo Jorge y él se harían socios del Zaragoza. Y ahí siguen, sufriendo cada domingo.
Fernando tiene un compromiso permanente con las palabras. Les decía antes que un artesano había construido para nosotros una caja de música. Pues bien, yo imagino a Fernando Sanmartín escribiendo despacio, acuchillando las palabras como nuestro carpintero acuchillaba la madera de roble de la caja de música, sin ninguna prisa, humildemente, hasta que las palabras ya no le piden nada más.
 
Te veo triste
Vayamos ahora con la novela. En Te veo triste encontramos varias historias en una. Marta Sampiero vuelve a Zaragoza porque su padre, el escritor Luis Sampiero, ha muerto. Junto a todas las incertidumbres que genera la desaparición de una persona que queremos (dudas sobre cómo será nuestra vida en su ausencia, sobre si seremos capaces de seguir viviendo), Marta se encuentra con una inquietante nota: «Dile a Carmen Cabrera que he muerto».
A partir de ese instante, Marta inicia un proceso de búsqueda. Busca, desde luego, pistas sobre esa misteriosa mujer llamada Carmen Cabrera, seguirá su rastro por varias ciudades europeas, pero también busca al hombre que fue su padre, a la persona que creía conocer desde siempre y que, sin embargo, guardaba grandes secretos. Lo que queda claro es que hay abismos de nuestras vidas que nos pertenecen únicamente a cada uno. Marta, se busca a sí misma, a la niña que fue en la ciudad que un día transitó. La presencia de Zaragoza en la novela es constante. En Te veo triste puede leerse el nombre de lugares que todos nosotros, como la propia Marta Sampiero hemos frecuentado: Los espumosos, el rincón de Goya, el Canal Imperial, el Teatro Principal…
La novela de Fernando Sanmartín es una celebración de la amistad, un homenaje a algunos de sus amigos. Por eso Marta conversa o recuerda a escritores como Daniel Gascón, Antón Castro, Adolfo Ayuso, José Luis Melero o Ignacio Martínez de Pisón.
Te veo triste es un poema de miles de versos porque la literatura de Fernando Sanmartín es la imagen permanente. Mientras leía la novela quise anotar las frases redondas, frases que a cualquiera de nosotros le costaría una era parir y que a Fernando le salen en cuanto habla o en cuanto toma el lápiz para escribir, y desistí. Cuando había emborronado cinco folios lo dejé estar. Era estúpido copiar como un amanuense la novela entera. Me he permitido traer algunos ejemplos:
«La soledad puede ser un caníbal con hambre»
«Los secretos son canciones que uno tararea sin decir la letra»
«Hablaron como dos náufragos en islas diferentes»
«El paso del tiempo es un mendigo cuyo nombre no conoceremos»
«La melancolía nos acerca a la muerte, nos hipnotiza como el fuego»
«El miedo es un farol que alguien apaga en medio del bosque»
Podría seguir así hasta mañana, pero ustedes tendrán cosas que hacer, entre otras leer esta maravillosa novela que les conmoverá, que les hará entender que la vida eterna es siempre demasiado corta y que no podemos aplazar para mañana la felicidad que nos merecemos hoy mismo. «Te veo triste. Sal de ahí» es lo que le dijo Juan, el novio ocasional de Marta, cuando una tarde sintió que a ella le vencía el abatimiento. A ti, querido Fernando, te diré justo lo contrario: Te veo feliz, Fernando. Sigue ahí.
Víctor Juan

 

[1] Luis Buñuel, Mi último suspiro, Barcelona, Plaza y Janés, 2000, p. 260

04 junio 2012

Somos los libros que hemos leído


Leer, comer, soñar, crecer… Estos verbos tienen algo en común: son necesarios para vivir. He pasado algunas de las tardes más felices de mi vida leyendo las historias que otros han construido con palabras: me he enamorado, he estado enfermo, he vencido adversidades, he vuelto de largos viajes, me he comprometido con causas juntas, he experimentado el valor de la amistad, me ha dolido el dolor de los perdedores, he vencido al miedo... La lectura me ha hecho más grande el mundo, me ha permitido entenderme y entender a las personas que viven cerca y lejos de mí. Leer me ha hecho más valiente y más vulnerable, más sabio y más consciente de mi ignorancia, más fuerte y más frágil.
Leer es un bálsamo para el alma que tiene maravillosos efectos secundarios. Un libro siempre es una invitación a seguir leyendo otros libros
Os confesaré un secreto: me gustaría saber leer en todas las lenguas del mundo para entender con qué palabras se quieren, se echan en falta, se consuelan, se acarician, se animan o son felices todas las personas que leen en cualquier idioma, en cualquier rincón del universo.
Nuestras lecturas forman parte de nuestra biografía. Somos los libros que hemos leído.

01 abril 2012

Infancias [Pregón de la Semana Santa de Caspe 2012] por Víctor Juan

Tenía razón el poeta Rainer María Rilke cuando escribió que la infancia es la auténtica patria del ser humano. En ese trozo de la vida se construye nuestra personalidad básica, aprendemos cosas tan importantes como la lengua en la que nos entenderemos y nos relacionaremos con los demás. Durante los primeros años de nuestra existencia aprendemos a interpretar la información que nos llega por los sentidos al cerebro y hacemos de nuestras manos herramientas de precisión para trasformar el mundo. En este período construimos nuestra identidad, desarrollamos la capacidad para soportar la frustración. Estos primeros años determinan la seguridad que tendremos en nosotros mismos, nuestra capacidad de arriesgar y de explorar el entorno… Escribo esto para justificar mi convencimiento de que el hombre que soy es la consecuencia del niño que fui en Caspe. Y es justo de mi infancia de lo que quiero hablarles en este lugar tan especial para mí porque cuando era niño La Colegiata alimentaba mi imaginación. En el interior de esta iglesia el eco hacía que las palabras permanecieran suspendidas en el aire durante unos segundos. Todo era mágico: las escenas de los retablos, el olor a incienso, las vidrieras por las que se filtraba la luz de colores… Los domingos acompañaba a mis abuelos a misa. Me sentaba en un banco frente al coro. Desde allí podía mirar a Teresa, una joven que cantaba con una voz que me sobrecogía. Supe entonces que si los ángeles cantaban, tenían que cantar como ella. Aquí bautizaron a mis padres, ante este altar se casaron hace cincuenta años, aquí hicimos mis hermanos y yo la primera comunión y aquí mismo he despedido a algunas de las personas que más he querido. Por eso la invitación de la coordinadora de cofradías a escribir el pregón de la Semana Santa de Caspe 2012 es un honor que nunca agradeceré bastante.
Unos meses antes de cumplir los seis años me fui a vivir a Zaragoza, pero los días más felices de mi infancia los pasé en Caspe. Mi abuelo Valentín venía a buscarme y viajábamos como dos viejos camaradas en aquellos lentos trenes que cubrían el trayecto Zaragoza-Barcelona deteniéndose en cada estación, en cada apeadero. A pesar de que tomábamos «el rápido» o «el ligero» a mí el viaje siempre se me hacía eterno. Por eso después de pasar Fuentes de Ebro ya preguntaba cuánto nos quedaba para llegar a Caspe. Machado resumía su infancia en los recuerdos de un patio de Sevilla. La mía está ligada a los lentos trenes que me llevaban hacia el Bajo Aragón. Muy pronto aprendí la retahíla de pueblos que terminaba con «Escatrón, Chiprana y Caspe».
La infancia de Machado estaba unida a los olores del limonero y la mía se perfumó con el romero y el tomillo que crecen entre las piedras pardas de nuestros cabezos. Empecé a entenderme y a entender el mundo con las palabras con las que contaban las historias las mujeres de la calle Vieja durante las noches de verano mientras tomaban la fresca. Fui niño en esta tierra regada por dos ríos, un vasto territorio que reúne la huerta fértil y el secano áspero que ha curtido, durante siglos, el carácter de los caspolinos. La memoria de mi infancia se sostiene sobre la felicidad de los juegos en las escaleretas de la iglesia, en el ir y venir sin propósito por la calle Mayor, en el cielo reflejado en las aguas del embalse o en el estruendo de las cigarras en las tardes más calurosas de agosto…
A finales de los sesenta y primeros años setenta del pasado siglo, que es el tiempo del que escribo, teníamos pocas cosas, pero teníamos la enorme capacidad de disfrutar con todo, de hacer de los pequeños acontecimientos una fiesta. Para ser felices a los niños nos bastaba con uno de aquellos vales que los hosteleros nos repartían y que canjeábamos por una limonada el día de Santa Marta, o con un poco de pan con chocolate, o una patata asada en los tederos de San Antón, o con una torta rápida o con una de las legendarias brevas que se hacían –y se hacen– en los obradores de nuestras panaderías. Todo lo convertíamos en una aventura emocionante que podía comenzar con una merienda en el Vado, con una excursión al huerto a primera hora de la mañana para coger tomates o con un paseo en bicicleta hasta el palacio de Rimer.
En Caspe aprendí a mirar el mundo y luego aprendí a contarlo.
Nuestros padres, los padres de todos los niños de aquella época, trabajaron sin descanso por nosotros. Hicieron mucho con nada y supieron legarnos su ejemplo de honestidad, de laboriosidad y de solidaridad. Así eran mis abuelos y sus vecinos, mis padres y sus amigos.
Vivíamos con lo justo, pero no teníamos la sensación de carecer de lo imprescindible. No teníamos mucha ropa en los armarios ni íbamos de vacaciones a lugares lejanos. No era extraño que las herramientas, los libros escolares, los utensilios de la cocina o los muebles pasaran de una generación a otra. Todo se guardaba porque todo podía servir en algún momento: un alambre, un trozo de cuerda, una madera, un clavo. En ese tiempo de estrecheces queríamos pocas cosas. También los niños elegíamos permanentemente. O el balón de fútbol o las botas. O la caña de pescar o una cartera nueva. Procurábamos alargar los gozos. Soñar era obligatorio.
Los hombres y las mujeres salían de casa sin plan ni coartada, sin un propósito definido y cuando se encontraban con alguien comenzaban a tejer una conversación en la que era tan importante contar como saber escuchar. Todo dependía de la palabra. Aunque caminando sin prisa podía llegarse de casa de mis abuelos en la calle Vieja a nuestra casa de la calle Borrizo en cinco minutos, a mis padres ese recorrido podía costarles dos o tres horas. Yo miraba con ojos de niño cómo los mayores disfrutaban hablando. Hablaban para estar, para ser, para vencer el tiempo... Contar era algo auténtico. Compartían sus vidas y se entretenían con palabras. No era necesario más. Disfrutaban estando juntos. Hablaban de cosas de verdad, de lo que veían, de lo que sentían, de aquello que les preocupaba. Los medios de comunicación no habían invadido sus vidas y por eso las conversaciones trataban de asuntos que les interesaban y les afectaban. Hoy tenemos la mirada secuestrada. Cuando yo era niño, las personas que habían visto algo habían estado allí. Ahora nuestros ojos van y vienen, navegan y naufragan por las pantallas sin terminar de entender nada.
Uno de mis recuerdos más gratos es el de las noches de verano, las dos o tres horas que pasábamos sentados en la calle tomando la fresca, el rato de conversación con el que culminaban todos los días. No se trataba de una manera de matar el rato mientras se refrescaban las casas y la temperatura permitía conciliar el sueño. Deseábamos que cayera el sol. Cenábamos y salíamos a la calle para participar en una gozosa ceremonia. Tuve la fortuna de tomar la fresca con las mujeres de la calle Vieja: la tía Margarita, Mercedes «la platera», la tía Manuela, la tía Julia, Andresa, mi abuela Concha… Teníamos en el patio una silla que no se guardaba en todo el verano. Yo me sentaba en el suelo, con la espalda apoyada en la fachada de la casa. Las mujeres se reunían en corros, en donde las calles se ensanchaban. No se jugaba a las cartas ni se cosía o tejía como en otras épocas del año. Espontáneamente surgía la conversación: «Mirad, chiquetas, qué os voy a contar…». Aquella fórmula iniciática preparaba mi corazón para un viaje al territorio donde nacen las fábulas, al tiempo perdido que era posible recuperar con palabras. «Mirad, chiquetas, qué os voy a contar…». Así empezaba un cuento que no sabía donde me conduciría. Mi abuela y sus vecinas habían ido poco tiempo a la escuela, habían leído pocos libros –quizá no habían leído ninguno–, no habían asistido a la inauguración de una exposición, no habían escuchado una conferencia ni habían visitado un museo, pero tenían un discurso, una historia que contar, su propia historia. Y contaban con palabras auténticas. Los primeros cuentos que recuerdo son las historias que estas mujeres susurraban en las noches azules y quietas de mi infancia. Escuchaba, soñaba y veía cómo las palometas blancas rebotaban contra los adoquines buscando la luz de las farolas. La misma luz que las mataba. Aleteaban de tal modo que podía escucharse el ruido de sus cuerpos contra el suelo.
En aquellos días azules de mi infancia, vivía yo entre Zaragoza y Caspe, aunque tenía la certeza de que mi vida, mi auténtica vida, se detenía cuando me tenía que ir a Zaragoza. En Caspe se quedaban mis amigos, la bicicleta, las cañas de pescar, La Glorieta, Radio Caspe, los jardines de la estación, los cines Lucero y Goya, la libertad para decidir en qué ocupábamos el tiempo, el pan de Caspe, las horas perdidas de la risa sin razón, la sirena que marcaba la hora de comer y de cenar, las personas que tanto me quisieron y que hicieron para mí un mundo perfecto… Al recordar los días que pasaba en Caspe me invadía la misma melancolía que se apodera de mí cuando pienso en el tiempo que se nos fue o en las personas que ya no volveré a ver. Caspe era para mí una suerte de paraíso perdido al que regresaba en cuanto tenía ocasión.
Mi abuelo Valentín venía a buscarme el primer día de las vacaciones de Semana Santa que empezaban, para los escolares de entonces, el miércoles santo a la hora de comer. Mi recuerdo del Domingo de Ramos en Caspe se lo debo a unas fotografías en blanco y negro en las que estoy con mis hermanos y con mis primos. En aquellas imágenes robadas al tiempo seremos ya para siempre unos niños con pantalones muy cortos que apenas pueden sostener en alto una palma. En la memoria también guardo un refrán que se repetía en mi casa y que yo, por la literalidad que caracteriza el pensamiento infantil, tardaría un tiempo en comprender: «Domingo de Ramos, el que no estrena no tiene manos».
Cada Viernes Santo, a primera hora de la tarde, los cofrades subían por la calle Mayor, en silencio, con el rostro grave, las túnicas recién planchadas bajo el brazo y los zapatos embetunados. Mis amigos y yo nos las arreglábamos para ver la procesión del Santo Entierro tres veces. Primero en los jardines de la iglesia donde salían el Nazareno y La Dolorosa, el paso que entonces sólo llevaban sobre los hombros mujeres solteras. Luego corríamos a la calle Santa Lucía para ver pasar por primera vez todas las cofradías. Nos conmovía la historia completa de la pasión, representada en varios actos: La Burreta, La Oración, La Flagelación, El Nazareno, El Cristo, La Piedad, La Cama, La Dolorosa, el Santísimo y la Veracruz. Mientras suavemente anochecía, buscábamos un atajo para llegar a la calle Mayor antes de que lo hicieran los primeros faroles y estandartes para ver, cerca del «cantón de Cotarrán», otra vez la procesión completa. Era nuestra manera de alargar la emoción de aquella tarde de tambores y silencio en la que nuestros corazones latían al unísono.
Frecuentemente, los amigos de nuestros padres nos preguntaban a mis hermanos y a mí si nos gustaba más Caspe o Zaragoza. En el caso de la Semana Santa no teníamos ninguna duda. Preferíamos las procesiones de Caspe porque discurren por unas calles que tienen la dimensión exacta, por el limpio sonido de los tambores y de las cornetas y por la estética de sus pasos. Las procesiones de la Semana Santa de Caspe tienen la belleza de lo efímero: se preparan durante meses y duran apenas un instante. Aunque resulte paradójico, la representación de la Pasión me recuerda que nuestro destino no es el dolor, que hemos sido creados para la felicidad y que nuestros ojos están hechos para la luz. Por eso la Semana Santa era para nosotros la alegría del domingo de Resurrección. Al día siguiente, mientras el resto del mundo celebraba el lunes de Pascua, en Caspe celebrábamos, con una comida en el campo, San Bartolomé.
Para concluir, me voy a permitir un recuerdo estrictamente personal de mi participación en la Semana Santa de Caspe. Antes de cumplir los seis años vestí tres veces la túnica del Nazareno. La primera vez llevé sobre los hombros una pequeña cruz de madera. Mi padre me dio tres consignas que yo cumplí escrupulosamente: «no mires a nadie», «no saludes a nadie» y «no te separes de Conrado». En realidad estuve todo el recorrido pegado a él, cautivado por su habilidad para arrancarle a la caja trepidantes redobles que daban el contrapunto a la banda de tambores. Como era previsible, aquel día decidí que cuando yo fuera mayor tocaría la caja como la tocaba Conrado García. Luego escuché a Jesús Orecilla tocar la corneta y tuve dudas sobre mi futuro: ya no supe a qué carta quedarme. Quizá podría tocar unos días la caja y otros la corneta. Esas tardes también descubrí a una persona esencial en la cofradía del Nazareno: Felipe Liria Guiral, el hombre que podía haber sido actor de doblaje para ponerle voz a Clint Eastwood o a John Wayne. Felipe era el encargado del Santo, la persona que iba de un lugar a otro para tenerlo todo dispuesto. Encendía las velas que se apagaban, echaba más incienso en el incensario, ordenaba parar o avivar la marcha, organizaba los turnos de los costaleros… En la casa de mis padres hubo siempre un hachón del Nazareno porque Felipe, pasara lo que pasara, le guardaba a mi padre un cabo de una de las velas que habían iluminado el Viernes Santo el rostro del Nazareno.
Quiero terminar justo aquí, con este recuerdo para Manuel Juan Jover, mi padre, que hoy se hubiera sentado en uno de los bancos de esta iglesia parroquial de Santa María la Mayor de Caspe, junto a su amigo Felipe, ataviados los dos con sus túnicas del Nazareno, y hubiera sido tan feliz como yo lo soy ahora mismo.
Muchas gracias
Caspe, 31 de marzo de 2012

28 enero 2012

«Algunos días comemos poco y otros no tenemos qué comer»

«Algunos días comemos poco y otros no tenemos qué comer». Así se explicaba ayer en la radio un padre de familia que hace dos años que está en paro. Frente a este drama nacional los políticos continúan interpretándose a sí mismos, jugando al club de la comedia, olvidando cada una de sus promesas. Quienes ahora gobiernan ya no recuerdan aquella fórmula magistral que se resumía en «haremos lo que tenemos que hacer», «crearemos varios millones de puestos de trabajo». Mientras ellos vagan, amnésicos, de comisión en comisión, de un lado para otro con el coche oficial y el teléfono móvil pegado a sus orejas hay familias que algunos días comen poco y otros no tienen qué comer.