31 agosto 2008

El año del ascenso


Hoy empieza la liga el Real Zaragoza. Posiblemente para el Pilar ya estemos en primera división, como decía el otro día el gran Paco Lerma, socio desde hace casi 40 años de un equipo que le ha hecho muy feliz. Alberto Alegre, el padre de Luis, decía que se puede ser muy feliz en segunda división. Se puede ser muy feliz siempre y nosotros vamos a serlo. Valentín Pinilla y su hijo Guillermo renovaron sus abonos el primer día que abrieron las oficinas. Este es el año de Jorge y Fernando Sanmartín, que decidieron hacerse socios del equipo en las horas bajas, cuando vivíamos las últimas jornadas de la pasada temporada con un nudo en la garganta. El año de Antón Castro y de sus hijicos Diego y Jorge. El año de Chesús Bernal que ha renovado los cinco abonos de toda su familia. El año de Pepe Gavín, de Sabiñánigo, el gran zaragocista y amante de los libros. La temporada Carlos Serrano y de sus hijos Pablo y Violeta. El año de Rafa Artal y de su hijo Pablo que nació hace unas semanas y no sale de casa -ni siquiera cuando pasea con su abuelo Ángel Artal- sin el peque abono del Zaragoza.
Mi hijo Guillermo y yo visitaremos hoy el Museo del Real Zaragoza. Le compraré la camiseta oficial del Zaragoza, la camiseta que el chico llevará puesta esta tarde cuando nos sentemos frente al televisor para ver el Levante-Zaragoza, la camiseta que llevará puesta en todos los partidos en La Romareda mientras me abrace de alegría o busque en mis brazos el consuelo para la derrota, la camiseta de una gran temporada, la camiseta de año del ascenso a primera división.

10 agosto 2008

Tratado de la felicidad



Blanca y sus compañeros de primerodelaeso fueron a visitar la Expo el día 16 de junio. Hoy me recordaba que Jorge hizo cola en el pabellón de Grecia porque a la salida regalaban un Sugus. Un niño es alguien capaz de descubrir la dosis de felicidad que se esconde en un Sugus, alguien que no da un Sugus por perdido. Hacerse adulto es descubrir que todo el mundo no va a quererte y que tú tampoco vas a poder querer a todos. Hacerse adulto es perder la capacidad de entusiasmarse con algo tan simple y tan importante como un Sugus.

07 agosto 2008

Un saco de canicas



Hemos estado unos días en París. La víspera de salir de viaje, Blanca había leído Un saco de canicas, un libro que yo también leí hace treinta años en el que se cuenta la historia de Joseph y Maurice Joffo, dos niños judíos que huyen de los nazis durante la segunda guerra mundial. Los hermanos Joffo pertenecían a una familia de peluqueros. Por eso no nos sorprendió encontrar muy cerca del hotel en el que nos alojábamos una peluquería Joffo. Cuando el mismo domingo que Carlos Sastre ganó el Tour de Francia 2008 le estaba haciendo una fotografía a Blanca en la puerta de la peluquería se asomó un señor, nos preguntó si hablábamos ruso. Le expliqué en francés que Blanca había leído un libro de dos niños que se llamaban Joffo y nos dijo que uno de aquellos niños era él: Maurice Joffo y nos enseñó el libro que había escrito como continuación de Un saco de canicas.

05 agosto 2008

La patineta




Yo soy el niño de esta foto. Fabricábamos patinetas con los cojinetes que nos daban en los talleres de coches. Nunca tenían cojinetes, pero nosotros entrábamos casi a diario:
-¿Tiene cojinetes?
Cuando conseguíamos tres nos hacíamos una patineta. Una plancha de aglomerado, un palo de escoba para el eje, un listón de madera plana para poder girar, una docena de clavos y poco más. Como siempre se ladeaba, nos dejábamos las manos y las rodillas en el asfalto o sobre los adoquines. Aquello era lo de menos.
Mi abuelo le pidió a un carpintero de la RENFE que me hiciera una patineta. Cuando fui a buscarla, me quedé sin respiración. Era el regalo más bonito que nadie me había hecho nunca. Me tiraba cuesta abajo por aquellas cuestas de mi infancia. Y sí. Hacía ruido, el ruido del acero sobre los adoquines, sobre el cemento o sobre el asfalto. Tenía prohibido utilizarla a la hora de la siesta. Por la noche dejaba mi patineta en el patio de la casa de mis abuelos, un patio que estaba, como todos aquellos patios de principio de los setenta, siempre abierto. Una mañana fui a buscarla y no la encontré.
-Te la habrán robado -sentenció mi abuelo-. Alguien te ha visto dejarla allí y se la ha llevado.
Lloré. Lloré como cuando una gigantesca carpa se llevó mi caña de pescar al fondo del pantano, la caña con la que fui campeón infantil de Aragón de pesca de ciprínidos en 1977, el mismo año que nació Elena Monforte, el mismo año en que mis amigos fundaron Rolde de Estudios Aragoneses. El mismo año que le dije a una mujer de doce años que me gustaba.
Lo peor de la historia aún no había ocurrido. Un par de años más tarde, mi abuelo sacó la patineta del escondite en donde la había guardado quizá por preservar mi integridad física, quizá por el que si tal que si cual de los vecinos de la calle. Ojalá la maldita patineta no hubiera existido nunca. Ojalá me la hubieran robado de verdad. Así mi abuelo no me hubiera mentido. Con aquella decepción terminó parte de mi infancia. Cuando volvió a ser mía, ya no la quería. Por eso no me importó que mi hermano Carlos la destrozara lanzándose con ella por las escaleras de los jardines de la iglesia.
Fui un niño muy fácil de engañar. Ahora soy hoy hombre a quien se le engaña fácilmente. Me fío de las personas. Soy un ingenuo o un gilipollas, según quiera mirarse. Pero prefiero la amargura del engaño a vivir desconfiando permanentemente. Y, además, ya no lloro como lloraba.
[Tomo la fotografía del niño con la patineta del infinito blog de Antón Castro. La fotografía es Gerald Bloncourt]