01 abril 2012

Infancias [Pregón de la Semana Santa de Caspe 2012] por Víctor Juan

Tenía razón el poeta Rainer María Rilke cuando escribió que la infancia es la auténtica patria del ser humano. En ese trozo de la vida se construye nuestra personalidad básica, aprendemos cosas tan importantes como la lengua en la que nos entenderemos y nos relacionaremos con los demás. Durante los primeros años de nuestra existencia aprendemos a interpretar la información que nos llega por los sentidos al cerebro y hacemos de nuestras manos herramientas de precisión para trasformar el mundo. En este período construimos nuestra identidad, desarrollamos la capacidad para soportar la frustración. Estos primeros años determinan la seguridad que tendremos en nosotros mismos, nuestra capacidad de arriesgar y de explorar el entorno… Escribo esto para justificar mi convencimiento de que el hombre que soy es la consecuencia del niño que fui en Caspe. Y es justo de mi infancia de lo que quiero hablarles en este lugar tan especial para mí porque cuando era niño La Colegiata alimentaba mi imaginación. En el interior de esta iglesia el eco hacía que las palabras permanecieran suspendidas en el aire durante unos segundos. Todo era mágico: las escenas de los retablos, el olor a incienso, las vidrieras por las que se filtraba la luz de colores… Los domingos acompañaba a mis abuelos a misa. Me sentaba en un banco frente al coro. Desde allí podía mirar a Teresa, una joven que cantaba con una voz que me sobrecogía. Supe entonces que si los ángeles cantaban, tenían que cantar como ella. Aquí bautizaron a mis padres, ante este altar se casaron hace cincuenta años, aquí hicimos mis hermanos y yo la primera comunión y aquí mismo he despedido a algunas de las personas que más he querido. Por eso la invitación de la coordinadora de cofradías a escribir el pregón de la Semana Santa de Caspe 2012 es un honor que nunca agradeceré bastante.
Unos meses antes de cumplir los seis años me fui a vivir a Zaragoza, pero los días más felices de mi infancia los pasé en Caspe. Mi abuelo Valentín venía a buscarme y viajábamos como dos viejos camaradas en aquellos lentos trenes que cubrían el trayecto Zaragoza-Barcelona deteniéndose en cada estación, en cada apeadero. A pesar de que tomábamos «el rápido» o «el ligero» a mí el viaje siempre se me hacía eterno. Por eso después de pasar Fuentes de Ebro ya preguntaba cuánto nos quedaba para llegar a Caspe. Machado resumía su infancia en los recuerdos de un patio de Sevilla. La mía está ligada a los lentos trenes que me llevaban hacia el Bajo Aragón. Muy pronto aprendí la retahíla de pueblos que terminaba con «Escatrón, Chiprana y Caspe».
La infancia de Machado estaba unida a los olores del limonero y la mía se perfumó con el romero y el tomillo que crecen entre las piedras pardas de nuestros cabezos. Empecé a entenderme y a entender el mundo con las palabras con las que contaban las historias las mujeres de la calle Vieja durante las noches de verano mientras tomaban la fresca. Fui niño en esta tierra regada por dos ríos, un vasto territorio que reúne la huerta fértil y el secano áspero que ha curtido, durante siglos, el carácter de los caspolinos. La memoria de mi infancia se sostiene sobre la felicidad de los juegos en las escaleretas de la iglesia, en el ir y venir sin propósito por la calle Mayor, en el cielo reflejado en las aguas del embalse o en el estruendo de las cigarras en las tardes más calurosas de agosto…
A finales de los sesenta y primeros años setenta del pasado siglo, que es el tiempo del que escribo, teníamos pocas cosas, pero teníamos la enorme capacidad de disfrutar con todo, de hacer de los pequeños acontecimientos una fiesta. Para ser felices a los niños nos bastaba con uno de aquellos vales que los hosteleros nos repartían y que canjeábamos por una limonada el día de Santa Marta, o con un poco de pan con chocolate, o una patata asada en los tederos de San Antón, o con una torta rápida o con una de las legendarias brevas que se hacían –y se hacen– en los obradores de nuestras panaderías. Todo lo convertíamos en una aventura emocionante que podía comenzar con una merienda en el Vado, con una excursión al huerto a primera hora de la mañana para coger tomates o con un paseo en bicicleta hasta el palacio de Rimer.
En Caspe aprendí a mirar el mundo y luego aprendí a contarlo.
Nuestros padres, los padres de todos los niños de aquella época, trabajaron sin descanso por nosotros. Hicieron mucho con nada y supieron legarnos su ejemplo de honestidad, de laboriosidad y de solidaridad. Así eran mis abuelos y sus vecinos, mis padres y sus amigos.
Vivíamos con lo justo, pero no teníamos la sensación de carecer de lo imprescindible. No teníamos mucha ropa en los armarios ni íbamos de vacaciones a lugares lejanos. No era extraño que las herramientas, los libros escolares, los utensilios de la cocina o los muebles pasaran de una generación a otra. Todo se guardaba porque todo podía servir en algún momento: un alambre, un trozo de cuerda, una madera, un clavo. En ese tiempo de estrecheces queríamos pocas cosas. También los niños elegíamos permanentemente. O el balón de fútbol o las botas. O la caña de pescar o una cartera nueva. Procurábamos alargar los gozos. Soñar era obligatorio.
Los hombres y las mujeres salían de casa sin plan ni coartada, sin un propósito definido y cuando se encontraban con alguien comenzaban a tejer una conversación en la que era tan importante contar como saber escuchar. Todo dependía de la palabra. Aunque caminando sin prisa podía llegarse de casa de mis abuelos en la calle Vieja a nuestra casa de la calle Borrizo en cinco minutos, a mis padres ese recorrido podía costarles dos o tres horas. Yo miraba con ojos de niño cómo los mayores disfrutaban hablando. Hablaban para estar, para ser, para vencer el tiempo... Contar era algo auténtico. Compartían sus vidas y se entretenían con palabras. No era necesario más. Disfrutaban estando juntos. Hablaban de cosas de verdad, de lo que veían, de lo que sentían, de aquello que les preocupaba. Los medios de comunicación no habían invadido sus vidas y por eso las conversaciones trataban de asuntos que les interesaban y les afectaban. Hoy tenemos la mirada secuestrada. Cuando yo era niño, las personas que habían visto algo habían estado allí. Ahora nuestros ojos van y vienen, navegan y naufragan por las pantallas sin terminar de entender nada.
Uno de mis recuerdos más gratos es el de las noches de verano, las dos o tres horas que pasábamos sentados en la calle tomando la fresca, el rato de conversación con el que culminaban todos los días. No se trataba de una manera de matar el rato mientras se refrescaban las casas y la temperatura permitía conciliar el sueño. Deseábamos que cayera el sol. Cenábamos y salíamos a la calle para participar en una gozosa ceremonia. Tuve la fortuna de tomar la fresca con las mujeres de la calle Vieja: la tía Margarita, Mercedes «la platera», la tía Manuela, la tía Julia, Andresa, mi abuela Concha… Teníamos en el patio una silla que no se guardaba en todo el verano. Yo me sentaba en el suelo, con la espalda apoyada en la fachada de la casa. Las mujeres se reunían en corros, en donde las calles se ensanchaban. No se jugaba a las cartas ni se cosía o tejía como en otras épocas del año. Espontáneamente surgía la conversación: «Mirad, chiquetas, qué os voy a contar…». Aquella fórmula iniciática preparaba mi corazón para un viaje al territorio donde nacen las fábulas, al tiempo perdido que era posible recuperar con palabras. «Mirad, chiquetas, qué os voy a contar…». Así empezaba un cuento que no sabía donde me conduciría. Mi abuela y sus vecinas habían ido poco tiempo a la escuela, habían leído pocos libros –quizá no habían leído ninguno–, no habían asistido a la inauguración de una exposición, no habían escuchado una conferencia ni habían visitado un museo, pero tenían un discurso, una historia que contar, su propia historia. Y contaban con palabras auténticas. Los primeros cuentos que recuerdo son las historias que estas mujeres susurraban en las noches azules y quietas de mi infancia. Escuchaba, soñaba y veía cómo las palometas blancas rebotaban contra los adoquines buscando la luz de las farolas. La misma luz que las mataba. Aleteaban de tal modo que podía escucharse el ruido de sus cuerpos contra el suelo.
En aquellos días azules de mi infancia, vivía yo entre Zaragoza y Caspe, aunque tenía la certeza de que mi vida, mi auténtica vida, se detenía cuando me tenía que ir a Zaragoza. En Caspe se quedaban mis amigos, la bicicleta, las cañas de pescar, La Glorieta, Radio Caspe, los jardines de la estación, los cines Lucero y Goya, la libertad para decidir en qué ocupábamos el tiempo, el pan de Caspe, las horas perdidas de la risa sin razón, la sirena que marcaba la hora de comer y de cenar, las personas que tanto me quisieron y que hicieron para mí un mundo perfecto… Al recordar los días que pasaba en Caspe me invadía la misma melancolía que se apodera de mí cuando pienso en el tiempo que se nos fue o en las personas que ya no volveré a ver. Caspe era para mí una suerte de paraíso perdido al que regresaba en cuanto tenía ocasión.
Mi abuelo Valentín venía a buscarme el primer día de las vacaciones de Semana Santa que empezaban, para los escolares de entonces, el miércoles santo a la hora de comer. Mi recuerdo del Domingo de Ramos en Caspe se lo debo a unas fotografías en blanco y negro en las que estoy con mis hermanos y con mis primos. En aquellas imágenes robadas al tiempo seremos ya para siempre unos niños con pantalones muy cortos que apenas pueden sostener en alto una palma. En la memoria también guardo un refrán que se repetía en mi casa y que yo, por la literalidad que caracteriza el pensamiento infantil, tardaría un tiempo en comprender: «Domingo de Ramos, el que no estrena no tiene manos».
Cada Viernes Santo, a primera hora de la tarde, los cofrades subían por la calle Mayor, en silencio, con el rostro grave, las túnicas recién planchadas bajo el brazo y los zapatos embetunados. Mis amigos y yo nos las arreglábamos para ver la procesión del Santo Entierro tres veces. Primero en los jardines de la iglesia donde salían el Nazareno y La Dolorosa, el paso que entonces sólo llevaban sobre los hombros mujeres solteras. Luego corríamos a la calle Santa Lucía para ver pasar por primera vez todas las cofradías. Nos conmovía la historia completa de la pasión, representada en varios actos: La Burreta, La Oración, La Flagelación, El Nazareno, El Cristo, La Piedad, La Cama, La Dolorosa, el Santísimo y la Veracruz. Mientras suavemente anochecía, buscábamos un atajo para llegar a la calle Mayor antes de que lo hicieran los primeros faroles y estandartes para ver, cerca del «cantón de Cotarrán», otra vez la procesión completa. Era nuestra manera de alargar la emoción de aquella tarde de tambores y silencio en la que nuestros corazones latían al unísono.
Frecuentemente, los amigos de nuestros padres nos preguntaban a mis hermanos y a mí si nos gustaba más Caspe o Zaragoza. En el caso de la Semana Santa no teníamos ninguna duda. Preferíamos las procesiones de Caspe porque discurren por unas calles que tienen la dimensión exacta, por el limpio sonido de los tambores y de las cornetas y por la estética de sus pasos. Las procesiones de la Semana Santa de Caspe tienen la belleza de lo efímero: se preparan durante meses y duran apenas un instante. Aunque resulte paradójico, la representación de la Pasión me recuerda que nuestro destino no es el dolor, que hemos sido creados para la felicidad y que nuestros ojos están hechos para la luz. Por eso la Semana Santa era para nosotros la alegría del domingo de Resurrección. Al día siguiente, mientras el resto del mundo celebraba el lunes de Pascua, en Caspe celebrábamos, con una comida en el campo, San Bartolomé.
Para concluir, me voy a permitir un recuerdo estrictamente personal de mi participación en la Semana Santa de Caspe. Antes de cumplir los seis años vestí tres veces la túnica del Nazareno. La primera vez llevé sobre los hombros una pequeña cruz de madera. Mi padre me dio tres consignas que yo cumplí escrupulosamente: «no mires a nadie», «no saludes a nadie» y «no te separes de Conrado». En realidad estuve todo el recorrido pegado a él, cautivado por su habilidad para arrancarle a la caja trepidantes redobles que daban el contrapunto a la banda de tambores. Como era previsible, aquel día decidí que cuando yo fuera mayor tocaría la caja como la tocaba Conrado García. Luego escuché a Jesús Orecilla tocar la corneta y tuve dudas sobre mi futuro: ya no supe a qué carta quedarme. Quizá podría tocar unos días la caja y otros la corneta. Esas tardes también descubrí a una persona esencial en la cofradía del Nazareno: Felipe Liria Guiral, el hombre que podía haber sido actor de doblaje para ponerle voz a Clint Eastwood o a John Wayne. Felipe era el encargado del Santo, la persona que iba de un lugar a otro para tenerlo todo dispuesto. Encendía las velas que se apagaban, echaba más incienso en el incensario, ordenaba parar o avivar la marcha, organizaba los turnos de los costaleros… En la casa de mis padres hubo siempre un hachón del Nazareno porque Felipe, pasara lo que pasara, le guardaba a mi padre un cabo de una de las velas que habían iluminado el Viernes Santo el rostro del Nazareno.
Quiero terminar justo aquí, con este recuerdo para Manuel Juan Jover, mi padre, que hoy se hubiera sentado en uno de los bancos de esta iglesia parroquial de Santa María la Mayor de Caspe, junto a su amigo Felipe, ataviados los dos con sus túnicas del Nazareno, y hubiera sido tan feliz como yo lo soy ahora mismo.
Muchas gracias
Caspe, 31 de marzo de 2012