16 mayo 2014

Elías Moro y "Manga por hombro"



Elías Moro
Elías Moro es del Rayo Vallecano. Esta circunstancia ya basta para explicar su vida. Ser del Rayo quiere decir que ha aprendido a sufrir cada domingo, a compartir las penas y, al mismo tiempo, podemos estar seguros de que también es experto en alargar los gozos cuando la felicidad, de tarde en tarde, se codea con la afición del equipo de Vallecas. Ser del Rayo Vallecano indica que Elías no es un oportunista de esos que tanto abundan, que se apuntan a las victorias, que salen en procesión tras los poderosos. Alguien del Rayo Vallecano nunca se conducirá como aquel personaje de la historieta de Miguel Gila que al salir del cine vio que le estaban pegando cuatro tipos como cuatro armarios a un pequeñajo. «¿Qué hago? –le dijo a su mujer–, me meto, no me meto… Al final me metí y le pegamos una buena paliza entre los cinco…». Elías fue un niño que prefería la camiseta del Rayo –de mi rayito, suele escribir– a cualquier camiseta de cualquier equipo de los que acostumbran a ganar ligas y copas. Y esta circunstancia le hace ser dos veces grande. Es grande, ya lo veis, por su tamaño –mide más de seis pies de alto, como los pistoleros de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía que Elías y yo devorábamos en nuestra infancia–. Esta altura no le convirtió en cawboy, pero le llevó a jugar a baloncesto. Además de por los seis pies que mide, Elías también es grande por ser, en estos tiempos que corren, un hincha del Rayo Vallecano.
Elias Moro es un tanguista. No dejéis de ver la fotografía que ha colgado en su exitoso blog «El juego de la taba». Os encandilará su manera de lucir bigotito porteño, la caída de su sombrero, la mirada desafiante y entenderéis por qué le abraza como le abraza la mina con la que baila.
En la vida de Elías Moro hay cuatro mujeres: Lali, su esposa, sus dos hijas, Sara y Alba y, Noa, una nieta de unos meses con quien Elías pasea por Mérida.
–No te puedes imaginar –me confesaba la otra tarde– cuánto se liga con una nieta. Hoy por la mañana se me han acercado diez o doce señoras, todas estupendas, a preguntarme por la cría–.
Elías Moro es el amigo que todos querríamos tener. Detallista, atento y generoso. Nos envía sus libros. Está pendiente de las cosas que nos hacen felices. Lo mismo se preocupa por los resultados de nuestro equipo de fútbol que por cómo nos ha ido en las presentaciones de nuestros libros. Elías es el más fiel seguidor de la tertulia «Somos» del programa «A vivir Aragón» de Radio Zaragoza que conduce nuestro queridísimo Miguel Mena, en la que participamos Pepe Melero, Antón Castro y yo. Cada vez que puede bebe cerveza Ámbar o disfruta de un vino de cualquiera de nuestras denominaciones de origen. Y todo lo celebra como una fiesta. Por eso decimos que Elías Moro es un extremaño. Vive en Mérida, pero cultiva y cuida su universo aragonés del que forman parte escritores como Fernando Sanmartín, José Luis Melero, Antón Castro, Cristina Grande, Julio José Ordovás, José Antonio Labordeta –a quienes nombra en este libro– y otros muchos a quienes tiene presentes en otros textos.
Elías Moro es un antiguo. Como yo mismo, como todos sus amigos de la cosecha del cincuenta y nueve, a los que tiene reunidos en un rincón de su blog. Fue niño ayer mismo, pero el mundo ha cambiado tan velozmente que nos cuesta reconocernos porque apenas queda nada de aquella infancia que Elías cuenta en sus libros.
Cuando recrea su infancia nos cuenta un mundo que ya no existe: la barbería, los cines, la caja de reclutas… radiocasetes de Karina o Juanito Valderrama en las gasolineras, el colchonero, el afilador, el hombre del hielo…
Elías Moro es un escritor memorioso. Bebe en las fuentes de la memoria. Se acuerda perpetuamente de las cosas. Y las escribe en sus me acuerdo. Las escribe para que la memoria se deposite en la escritura.
A Elías Moro le gustaría viajar en calesa, en simón o en diligencia para conversar durante el viaje con el vecino de enfrente, para hacerle requiebros a la chica de al lado y, finalmente, para ser atacado por los indios, por los hombres del Cardenal Richelieu o por una partida de clásicos salteadores de caminos. Y uno tiene la seguridad de que viajando con Elías Moro estaría sufriendo todo el camino al pensar que el viaje se iba acortando y que con el viaje se terminarían las historias, los poemas y las palabras porque con Elías uno estaría horas y horas charrando, cogiendo un capazo tras otro. Elías todo lo cuenta. Todo lo mira de otra manera: los charcos, los árboles, la mantis religiosa, una mañana de domingo, la salamanquesa, las nueces y las castañas, las espinacas o el fuego…
Elías Moro resumió su vida en cincuenta palabras para la revista de pensamiento y cultura El Ciervo:
«La teta materna. Mis hermanos. Escarcha y bochorno. Arroz y sandía. Operación pulmonar. Baloncesto. Amor y amistad. Literatura. Viajes. Mérida. Lali, Sara y Alba. Los Marx, Woody Allen, El Padrino. Lisboa. Vidal. Copla, fado y tango. Música y poesía. La muerte. Un beso inolvidable. Y su mirada marrón. Stop».

Manga por hombro
Manga por hombro es una de las frases de mi vida. La otra es, sin duda, «súbete los pantalones que te pareces a Casiano», pero esto lo contaré otro día. Me parece estar escuchando a mi abuela: «Todo lo tienes, maño, manga por hombro». Daba igual que utilizara esta expresión para describir mi habitación, el estado de los aparejos de pescar o el orden que reinaba en mi cartera escolar. Mi vida también la vivo manga por hombro.
Los textos reunidos en Manga por hombro fueron entradas de «El juego de la taba», un blog que tiene centenares de visitas cada día. A mi página y a la de Melero la mayor parte de los visitantes llegan desde el blog de Elías. Estos textos de Elías tienen la frescura que se espera de los textos escritos con la inmediatez de una impresión, de un sentimiento o de una visión fugaz y, si embargo, tienen también una extraña profundidad. Al ser hijos de un blog, podría pensarse que nos esperarían textos ligeros, a medio cocer, pero esto no sucede nunca con la escritura de Elías, quien parece vivir el tiempo lento y nos muestra con palabras la mirada demorada sobre las cosas.
Manga por hombro es el libro de un lector impenitente. Sus páginas están llenas de referencias literarias. Manga por hombro es el libro de un lector que lee en cualquier lugar, en cuanto se le presenta una pequeña oportunidad: en el coche, en casa, incluso en la consulta del ginecólogo extraña los libros. Siempre lleva un libro consigo como los fumadores llevan tabaco y chisquero. Siempre tiene libros cerca porque es un hedonista. Los libros le procuran, fundamentalmente, placer. Los libros le han permitido ser faraón en Egipto, escudero de Aquiles en la guerra de Troya, gladiador en Roma, arquero en las Cruzadas, pícaro en Flandes o samurái en Japón. Por los libros ha bajado al centro de la Tierra, ha subido a la Luna o ha navegado por el Amazonas. Elías lee porque sabe que de la lectura nace la escritura. También escribe a cualquier hora y en cualquier momento, escribe en un cuaderno que le acompaña allí donde va. Escribe sudando la gota gorda, a pico y pala… He disfrutado particularmente con un texto dedicado a las lecturas que hicieron de Elías el ser humano que es hoy y también el escritor que es, un capítulo titulado «Desenfunda, forastero (elogio de la lectura)», que les recomiendo.
Hay en Manga por hombro mucho humor, la mejor arma para combatir la sinrazón a la que hemos de enfrentarnos diariamente. En algunos capítulos es imposible contener la risa –como en Carta a los reyes magos o en José María–. Me suele ocurrir que cuando conozco a los autores, leo sus obras con su propia voz. Eso me pasa con los libros de Elías. Y me siento privilegiado por eso.
Ya para terminar voy a hacerles una confesión. Hay algo que condeno enérgicamente en este maravilloso Manga por hombro. Una mancha en un inmaculado expediente, un detalle que, por otra parte, humaniza al autor. Cuando Elías entró en quintas y fue a la caja de reclutas para que le tallaran, le examinaran la dentadura como se les mira los dientes a los animales en las ferias de ganado, le auscultaran los pulmones y el corazón y, finalmente, para que le tocaran los huevos, decidió cumplir con la patria como voluntario en Aviación porque así se libraba de destinos no deseados. El peor de todos ellos, peor que servir a España en los Regulares de Melilla era la tortura de los Cazadores de Jaca. (Hostias qué frío –dice el insensato escritor–). A un seguidor del Rayo Vallecano no le afecta el frío, a un señor del Pozo del Tío Raimundo no le afecta el frío ni el calor. Y el frío del Pirineo, querido Elías, es el precio del paraíso.
Pero en fin, hasta esta leve mancha en tu expediente te perdonamos porque tú todo lo tienes perdonado por ser tan buen tipo como eres y por escribir como escribes.
Librería Antígona, Zaragoza, 15 de mayo de 2014

02 mayo 2014

Víctor Juan: el último de los amigos de Pepe Melero


Soy el último de los amigos de Pepe Melero, pero si en lugar de ser el raro de Garrapinillos como Silverio Lanza lo fue de Getafe, yo hubiera jugado el fútbol llegando a ser conocido como el León de Garrapinillos porque hubiera sido el máximo goleador de la liga y hubiera rechazado una oferta millonaria del Real Madrid para continuar defendiendo los colores del Real Zaragoza, mi equipo de siempre, entonces Melero me subiría en el escalafón de sus amigos y me pediría las botas con las que marqué el gol de la niebla o la camiseta que llevaba puesta cuando Andrés Magallón, sirviéndose de una jeringuilla para caballos percherones, me inyectó en la banda de La Romareda un preparado milagroso que me permitió volver al campo después de la entrada traicionera y criminal de Luis Aragonés. Si yo fuera el León de Garrapinillos seguro que también me rogaría que le regalara firmados los calzoncillos con los que debuté en primera división, aunque luego no se atrevería a enmarcarlos para exponerlos en su casa junto a la fotografía de Ava Gardner en el coso de La Misericordia, sino que los guardaría en el trastero sin decirle ni media palabra a Yolanda.

También es cierto que si cantara jotas ocuparía un lugar privilegiado entre los amigos de Melero, siempre que fueran antiguas cantas de esas que se entonaban en las despedidas o cuando el corazón rebosaba de alegría, cantas auténticas, sin adherencias. No digo yo que tuviera que cantar como José Oto, el Royo del Rabal, Vicente Olivares o como Ánchel Pablo, la joven promesa de la jota aragonesa. Ni siquiera sería necesario que hubiera ganado cinco mundiales de jota o que me hubiera presentado al premio extraordinario con una jota dedicada a José Antonio Labordeta. Me bastaría con saber interpretar dignamente una fiera o una fematera. Pero nada de eso es probable que ocurra.

Y si un día yo escribiera un texto, aunque fuera un texto muy breve, y se pareciera de lejos y en la distancia, a los textos que nos regalan permanentemente Fernando Sanmartín, Antón Castro o Miguel Mena, Melero me consideraría entre la nómina de escritores aragoneses que despiertan su emoción cuando los lee y yo saldría de la postergación en la que me encuentro entre sus amistades. Yo sé que tampoco es fácil que esto ocurra.

Lo mejor será aceptar que soy el último de los amigos de Pepe Melero. Me parece bien que así sea. A veces le digo a Miguel Mena que iré a su programa de Radio Zaragoza como un hombre sin más. Él me contesta que mientras no vaya como un árbol caído o como un pájaro herido todo le parece bien. A mí ya me va bien siendo el último de los amigos de Pepe Melero porque a veces ser el último es una manera de ser el primero.