14 diciembre 2018

Víctor Juan, el escritor maldito

Antes de empezar a escribir, antes de que las palabras me envenenaran definitivamente el alma, pensaba que si un día escribiera, me gustaría ser un escritor maldito. Sería un tipo incomprendido, solitario, despreciado y olvidado, desde luego, por la academia y la crítica, alejado de las modas. Me convertiría en un escritor atormentado por mil dudas, pero libre de ataduras. Como enseguida habrán adivinado, aquellos deseos míos no se han cumplido, por un buen puñado de circunstancias.
El malditismo de los escritores está relacionado con la muerte, con la búsqueda de una salida airosa de este valle de lágrimas. Parece como si todos pretendieran vivir poco, pero intensamente y yo, señores, no valgo para escritor maldito porque amo la vida y sé que nada me joderá más que morirme. Cuando llegue mi último día –además de que «me encontraréis ligero de equipaje como los hijos de la mar»– solo tendré un consuelo: será mi amigo Pepe Melero quien escribirá mi necrológica. Otros dirán, seguro, que si hice esto o lo otro, que si amé tales o cuales cosas, quizá incluso alguien intente mancillar mi buen nombre sosteniendo que con mi último suspiró entoné los primeros acordes del «Hala, Madrid», pero ustedes no han de creer nada de lo que oigan. Solo Melero está autorizado para aponderarme y también para censurar lo que de censurable haya hecho en esta vida.
Tampoco podemos decir que la mía sea una vida bohemia, disoluta, que yo viva al límite, en los bordes de esta senda por la que discurren nuestros días, tal y como se espera de un escritor maldito. No hay nadie que lleve una existencia tan monacal como la mía. Vivo retirado del mundo y sus oropeles, alejado de la hoguera de las vanidades en la que muchos se consumen. Madrugo mientras todos duermen, tengo azadones y carretillo, hago la compra todas las semanas en el Mercado Central de Zaragoza, exprimo naranjas para hacer un litro de zumo cada mañana, soy cocinero de mi familia y de mis amigos y, para completar el cuadro, friego los cacharros sucios y meto los platos en el lavavajillas.
Tampoco soy, en el sentido estricto del término, un incomprendido. Me siento querido, acompañado y mimado por mis amigos. Muchas veces me pregunto si estoy a la altura de su cariño, si realmente he hecho algo para merecerlo.
Para ser un escritor maldito debería consumir sustancias, estimularme con algunas drogas para potenciar mi creatividad, mi autoestima o mi capacidad de resistir los golpes que a veces nos da la vida. Pues bien, a mí no se me conocen más adicciones que las que me atan al tomate seco de Caspe y al pan del obrador OLBIS de Huesca.
Además, soy feliz de haber publicado mi novela Memoria inesperada en Sibirana.
Así que lo mejor será aceptar mi condición de escritor sentimental, romántico y zaragocista, un tipo feliz por todo, salvo por una cosa que ahora no quiero recordar.

01 julio 2018

La cremallera del pantalón




Para Eva


Hay muchas pruebas de amor. Tantas, que no es raro que a unos nos parezca un gesto sublime que la persona que nos quiera cruce el desierto sin víveres, o se alimente durante cuarenta días de saltamontes o que vele durante cien noches bajo nuestra ventana, aguantando sin inmutarse el frío y la lluvia, o que pase el aspirador todas las semanas por nuestra habitación y lave nuestra ropa y nos la devuelva planchada. Claro que a otros todo esto les parecerán solemnes tonterías. A esos quizá lo que de verdad les conmueve es que les regalen un diamante de muchos quilates, un abrigo de visón o un coche deportivo. Para mí, la prueba definitiva de que alguien te quiere es que te avisa cuando llevas la cremallera del pantalón bajada. Cuesta creer que algo que parece tan fácil como decir discretamente: «Tienes abierta la cremallera del pantalón», se convierta en la prueba del algodón de la confianza y la complicidad. Voy a tratar de explicarme. La vida me ha enseñado que es imprescindible tener cerca a alguien que te quiera y que tenga la confianza suficiente para decirte algo que no es agradable. A quienes no les importas les da lo mismo que hagas el ridículo. Si yo pudiera elegir, me gustaría tener muy cerca a alguien que me diga la verdad, que me diga que me estoy equivocando, que cuando todos me aplaudieran fuera capaz de reunir el valor necesario para decirme que ese no es el mejor camino, que todo no vale, que me estoy apartando de lo que siempre había querido ser. Necesitamos a alguien que nos diga quiénes somos. Que no permita que olvidemos nuestros orígenes, que nos ayude a mantenernos fieles a nuestros principios. No, no eres el más grande, no eres el mejor, eso no ha estado del todo bien… En el éxito nos rodearán gentes que nos aplaudirán, que nos dirán lo guapos y lo listos que somos. Pero cuando nos pierde la vanidad o nos desborda nuestra propia estupidez, necesitamos alguien cerca que nos quiera y que nos diga la verdad: «súbete la cremallera del pantalón».