11 septiembre 2006

Déjame otra vez en casa de la yaya

Hace cinco años llevé a Guillermo por primera vez a la escuela. Bueno, venía todos los días a buscar a su hermana Blanca en aquel mismo patio de recreo. Además me había visto hablar muchas veces con María Luisa, la maestra que sería su maestra durante toda la Educación Infantil. Quizá por eso, porque se sabía en territorio conocido, miraba con cierta distancia todo el drama que se representaba a su alrededor: niños que lloraban (madres que lloraban), rabietas, niños que entran en la escuela en volandas, prófugos... Sólo me pidió no ponerse en la fila. Lo encontré razonable. Detesto las filas y la sirenas de las escuelas. Una periodista recogía testimonios para el mismo reportaje de cada septiembre:
- ¿Tenía usted ganas de que empezara la escuela?
- No. Ninguna gana.
- Es usted muy raro.
- Sí, es lo más suave que me dicen quienes no me conocerán nunca.
Cuando llegó la hora, Guillermo me dio un beso y se colocó el último de la fila. Cada hilera de niños seguía a su maestra. La impronta de las gaviotas, de los patos o de los cisnes. Si esto no funciona, si alguno de aquellos niños cosido a una pegatina de colores en la que puede leerse los datos que le identifican no sigue a su maestra, es posible que estemos asistiendo a la forja de un psicópata o de un asesino en serie o de un escritor. Para mi tranquilidad, Guillermo siguió a su maestra. Apenas miró atrás. Ya sabía que cuando toca, toca y no tiene ningún sentido mirar atrás.
Repetimos este ceremonial durante unos 10 días. El chaval ni se quejaba ni mostraba grandes entusiasmos por los nuevos amiguitos, por los juguetes, por lo bien que se lo pasaba en el recreo ni por las cosas que aprendía. Al final de la segunda semana me dijo:
- Ya he venido mucho a la escuela, papa. Mañana déjame otra vez en casa de la yaya.
No pudo ser.
Hoy empieza otra vez la escuela. Blanca, su último año de primaria, su último año de puré de verduras, de estofados y de patatas a la riojana. Guillermo empieza tercero. Dice que lo pasa bien en la escuela, pero él y yo sabemos que se quedaría sin dudarlo con su abuela. Menos mal.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bellisimo texto, Victor. ¿Qué papá o mamá no hemos pasado por esta experiencia tan significativa? En este momento viene a mi la nostalgia: recuerdo cuando dejé a mi hijo en pre-escolar. Él se quedó tranquilo, se "lo di" a la maestra quien lo recibió con ternura, pero después de dejarlo no podré olvidar mi camino de regreso a casa. Mis ojos, por más que les decía que no, estaban nublados... La vida iniciaba otra enseñanza.

Un abrazo para ti, y uno inmenso para el inteligente Guillermo y otro para su hermanita Blanca.

Elena Gómez Martínez dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Elena Gómez Martínez dijo...

Yo nunca hice fila, por razones que ya conoces. Entraba la primera y así el conserje tenía espacio para subir mi sillita de ruedas por las escaleras.

Y yo me sentía poderosa y un poco transgresora... ahora me he quedado un poco preocupada, quizá me he convertido en una psicópata por no haber guardado la fila :)

Todo lo demás en el texto me trae tiernos recuerdos, y me viene al pensamiento que mañana varios niños cercanos a mí comienzan esta aventura. Que tengan suerte y buenos maestros.

Como siempre, gracias Victor.