Todo el mundo debería tener un librero de cabecera al que acudir cotidianamente, o en caso de emergencia, como se tiene médico, panadero o peluquero. Un librero que conozca nuestros gustos y esté atento a nuestras necesidades. Un librero, a ser posible, que los padres dejen en herencia a sus hijos porque en un mundo que cambia aceleradamente conviene tener algunas certezas y una librería es, sin duda, una de las más recomendables.
Hace treinta
y un años decidí que mi librería de cabecera sería la Librería París de
Zaragoza. Recuerdo bien que era el mes de octubre de 1982, porque fue entonces,
tras el mundial de fútbol de Naranjito, cuando empecé a estudiar Magisterio y compré
en la sucursal que la París tenía en Corona de Aragón mi primer libro
universitario, el primer libro de mi biblioteca pedagógica. En aquel pequeño
local sufría exilio, o una suerte de penitencia, César, el segundo hijo de José
Muñío Pomed, quien después de aprender el oficio en la Librería General, abrió
su propio establecimiento en 1963, en Paseo Fernando el Católico, 14, a apenas
unos metros de la librería actual. En aquella época de censuras y prohibiciones
los libros eran «un arma cargada de futuro» y algunos clientes frecuentaban más
la trastienda que la propia librería.
Conocí
a don José en los últimos años setenta. Yo era un adolescente ignorante y él un
librero serio y un poco gruñón con los chicos del colegio que íbamos a su
librería, como una bandada de gorriones, a comprar, sin mucha pasión, las lecturas
obligatorias del bachillerato.
En este
tiempo del que escribo no existía internet. Cuando alguien buscaba un libro
tenía que recurrir a los gruesos volúmenes del ISBN, una biblia –nunca mejor
dicho–, que recogía los datos de los libros que podían comprarse. Lo que no
estaba en el ISBN, lo encontraban en la Librería París. Bastaba con tararear la
melodía del título, aunque no se supiera la letra.
Me hice
amigo de Pablo, de César y de Esther, los hermanos Muñío, y de toda la familia
de la París, del «París Team». Como para cerrar un círculo de relaciones
personales, en los primeros noventa, en un aula de tres años del Colegio Público
«Hermanos Marx», le di clase a la hija mayor de Pablo, Lucía, que ahora es una maestra
convencida de serlo en una escuela de Zaragoza.
La Librería París es una librería navegable, una
librería donde nunca me preguntan a qué he ido porque muchas veces voy –como
diría mi abuelo– simplemente «a estame». Confieso que hay pocas cosas en la
vida que me gusten más que hablar con mis amigos. En la Librería París he
pasado ratos inolvidables conversando con unos y con otros de libros, de
autores, de la ciudad, de nuestros proyectos... Este año la París cumple medio
siglo. Podría pensarse que las gentes de la París llevan media vida dedicados a
los libros. Y no sería del todo cierto. En realidad, en la Librería París
llevan cincuenta años dedicados a las personas que quieren y necesitan libros.
Felicidades.
[Publicado en Heraldo de Aragón, 23 de abril de 2013]
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