Antes de cumplir los cinco años
hizo cuanto estaba en su mano para desentrañar los secretos de la vida.
Le preocupaba particularmente la historia de la cigüeña. La carta que los
padres escribían cuando decidían tener un hijo era ciertamente hermosa, pero
quizá entonces ya intuía que las historias hermosas no siempre son ciertas.
Para comprobar la verosimilitud de lo que todo el mundo le decía, pasó un día
entero sentando frente a la fachada de su casa –de allí tuvieron que arrancarle
a la hora de comer– esperando que llegara la cigüeña, vigilando el cielo y,
sobre todo, procurando no apartar la vista de los balcones de la habitación en
la que su madre aguardaba la llegada de su hermano pequeño. Imaginaba que la
cigüeña sería tal cual la había visto en los dibujos: un pájaro de cabeza
pequeña, con un pico muy largo del que colgaba una especie de pañuelo de ato.
En la punta del pico la cigüeña traería una nota con la dirección de entrega
del bebé. Este detalle le preocupaba especialmente. ¿Y si la dirección estaba
mal escrita y llevaba a su hermano a otra casa, con otra madre? Cuando su
abuela Pilar se asomó a la ventana para anunciar a las vecinas que había sido
un chico, Miguel experimentó una enorme decepción. Le daba lo mismo que el
recién nacido fuera niño o niña. Aquel día tenía una misión especial:
–¡Yaya,
yaya…! –gritó desde la calle.
–Qué
quieres…
–¿Y
la cigüeña? ¿Dónde está la cigüeña? –preguntó suponiendo lo peor.
–Ah,
maño, la cigüeña… La cigüeña ha entrado por la terraza.
Creyó
que fue así. Tuvo que creer a su abuela. Por alguna razón relacionada con la
logística del vuelo, la cigüeña había llegado por la parte de atrás de la casa.
Era
un niño fácil de engañar. Se lo creía todo. Le parecía imposible que alguien le
quisiera y le engañara al mismo tiempo. Luego se convirtió en un hombre a quien
se le engañaba fácilmente y aún creía que quien decía quererle no le engañaría.
Se fiaba de las personas. Era un ingenuo. Prefería la amargura que siempre
despierta el engaño a vivir desconfiando permanentemente.
Dejó de ser
niño cuando perdió la inocencia, cuando sospechó que las cosas no eran como le
contaban y que las personas no eran quienes decían ser. Dejó de ser niño cuando
descubrió que no quería a todo el mundo y que todos no iban a quererle a él.
Víctor Juan
(Heraldo de Aragón, 19 de agosto de 2012)
1 comentario:
ufff. Genial.
Triste que para llegar a ser lo que conocemos por "adulto" tengamos que desengañarnos
3-nov-12
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