Se habían pasado treinta años desde que la besó por última vez. No la había vuelto a ver desde entonces.
–¿Qué tal? –le preguntó ella.
–He publicado una novela.
Le sorprendió su confesión. Haber publicado una novela no le convertía en alguien distinto del resto de la humanidad. Se sintió estúpido. Escribir una novela no resumía lo que había sido su vida, aunque nada tenía el mismo sentido que antes de probar el veneno de la ficción. Escribir una novela le había convertido en un cazador de historias. Vivía acechando secretos, detalles insignificantes que pudieran esconder un cuento. Escribir no le había hecho mejor ni, desde luego, más feliz. Escribir le había condenado a un estado de insatisfacción permanente. Había perdido las seguridades que había conquistado en otros ámbitos de su vida. La tristeza era un territorio por el que transitaba con más frecuencia que nunca. Al aventurarse a escribir había cometido uno de los errores más graves de su vida. Ya nada sería igual, nada podía ser como antes.
[Como todo es susceptible de empeorar, tal y como sostenían los clásicos, dentro de unas semanas presentaré mi segunda novela, una novela que me ha hecho muy feliz]
07 mayo 2010
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