29 diciembre 2008

Alargar los gozos con palabras

Me han hecho mil veces mil esa advertencia. Primero mi madre y ahora mi mujer. "Eso ni lo sueñes". Pero yo no hago caso. No hago caso casi nunca. Quizá sea un gen, el gen de no hacer caso, el gen que me transmitió mi abuelo Valentín:
-Ten cuidado, maño. Aquí, si te descuidas, te quitarán hasta la manera de andar.
"Eso ni lo sueñes". Pero yo sueño. Y cuando he soñado ya nada tiene remedio.
Soñábamos por obligación. Nos alimentábamos de sueños. Cualquier cosa teníamos que quererla mucho. Sabíamos que siempre era o lo uno o lo otro: el balón de cuero o las botas de fútbol. La bicicleta o una caña de pescar nueva. Esperábamos a reunir méritos y a juntar las escasas pesetas que ponían a nuestra disposición: nuestro cumpleaños, la paga que nos daban nuestros abuelos, el regalo de reyes... Y mientras tanto nos contábamos la vida, soñábamos todo lo que haríamos con un balón nuevo, un disco nuevo, un pantalón nuevo. Si por fin conseguíamos una mochila o unas gafas de bucear nos recreábamos -con palabras, siempre con palabras- en nuestra suerte. Después de cuarenta años he sabido que eso es en gran parte la felicidad. Alargar los gozos con palabras. Contarse la vida. No hay otra.

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