05 agosto 2008

La patineta




Yo soy el niño de esta foto. Fabricábamos patinetas con los cojinetes que nos daban en los talleres de coches. Nunca tenían cojinetes, pero nosotros entrábamos casi a diario:
-¿Tiene cojinetes?
Cuando conseguíamos tres nos hacíamos una patineta. Una plancha de aglomerado, un palo de escoba para el eje, un listón de madera plana para poder girar, una docena de clavos y poco más. Como siempre se ladeaba, nos dejábamos las manos y las rodillas en el asfalto o sobre los adoquines. Aquello era lo de menos.
Mi abuelo le pidió a un carpintero de la RENFE que me hiciera una patineta. Cuando fui a buscarla, me quedé sin respiración. Era el regalo más bonito que nadie me había hecho nunca. Me tiraba cuesta abajo por aquellas cuestas de mi infancia. Y sí. Hacía ruido, el ruido del acero sobre los adoquines, sobre el cemento o sobre el asfalto. Tenía prohibido utilizarla a la hora de la siesta. Por la noche dejaba mi patineta en el patio de la casa de mis abuelos, un patio que estaba, como todos aquellos patios de principio de los setenta, siempre abierto. Una mañana fui a buscarla y no la encontré.
-Te la habrán robado -sentenció mi abuelo-. Alguien te ha visto dejarla allí y se la ha llevado.
Lloré. Lloré como cuando una gigantesca carpa se llevó mi caña de pescar al fondo del pantano, la caña con la que fui campeón infantil de Aragón de pesca de ciprínidos en 1977, el mismo año que nació Elena Monforte, el mismo año en que mis amigos fundaron Rolde de Estudios Aragoneses. El mismo año que le dije a una mujer de doce años que me gustaba.
Lo peor de la historia aún no había ocurrido. Un par de años más tarde, mi abuelo sacó la patineta del escondite en donde la había guardado quizá por preservar mi integridad física, quizá por el que si tal que si cual de los vecinos de la calle. Ojalá la maldita patineta no hubiera existido nunca. Ojalá me la hubieran robado de verdad. Así mi abuelo no me hubiera mentido. Con aquella decepción terminó parte de mi infancia. Cuando volvió a ser mía, ya no la quería. Por eso no me importó que mi hermano Carlos la destrozara lanzándose con ella por las escaleras de los jardines de la iglesia.
Fui un niño muy fácil de engañar. Ahora soy hoy hombre a quien se le engaña fácilmente. Me fío de las personas. Soy un ingenuo o un gilipollas, según quiera mirarse. Pero prefiero la amargura del engaño a vivir desconfiando permanentemente. Y, además, ya no lloro como lloraba.
[Tomo la fotografía del niño con la patineta del infinito blog de Antón Castro. La fotografía es Gerald Bloncourt]

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Victor, qué hermoso texto. Y ojalá que siempre sigas siendo de la misma manera.

Un gran abrazo.

Anónimo dijo...

¡Que bonita historia!
Yo como era chica no tenía patineta, no era conveniente, pero por eso del ruido también tuve que privarme de tener unos patines de hierro y me coformé con unos de goma más silenciosos y lentos.
También yo fui niña fácil de engañar, lo soy también ahora...no, niña desgraciadamente no.
Lo que daría por el dulce olor de la inconsciencia.

David dijo...

Disfruto de diversos relatos y por eso me gusta tener la chance de conocer la forma que tienen de escribir distintos autores. Ojala que pueda obtener promociones en vuelos para ir a otro país y disfrutar de la literatura del lugar