Antes de cumplir los seis años me fui a vivir a Zaragoza.
Esa fue la gran tragedia de mi infancia. Me convertí en un exiliado. Mi
auténtica vida se quedó suspendida en Caspe.
Mi padre, cofrade del Nazareno, se encargó de hacernos
entender que no había Semana Santa más conmovedora que la Semana Santa
caspolina. Para mí esos días eran un tiempo de libertad –de libertad
condicional–, un tiempo de reencuentros con la familia, con los amigos, con las
calles y los paisajes y, también, un tiempo de palabras y de silencio, del
silencio con el que aprendí a convivir entonces y que tanto he agradecido siempre.
El miércoles santo venía mi abuelo Valentín a Zaragoza y en
el primer tren de la tarde emprendíamos el viaje a Caspe. Me iba de casa con mi
cartera escolar para hacer los deberes y con la promesa de portarme bien.
En Semana Santa la vida reventaba por todos los rincones –y estallaba
también dentro de aquellos niños que descubrían cada día el mundo–. En Caspe la
Semana Santa terminaba con la celebración de San Bartolomé, la comida en el
campo que anunciaba la cuenta atrás que me llevaría irremediablemente a
Zaragoza. Nunca tenía tiempo de hacer los deberes. Solo tenía tiempo para ser
feliz.(Publicado en el Especial Semana Santa de La Comarca, 23 de marzo de 2013)
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