Soy el último de los amigos de Pepe Melero, pero si en lugar de ser el raro de Garrapinillos como Silverio Lanza lo fue de Getafe, yo hubiera jugado el fútbol llegando a ser conocido como el León de Garrapinillos porque hubiera sido el máximo goleador de la liga y hubiera rechazado una oferta millonaria del Real Madrid para continuar defendiendo los colores del Real Zaragoza, mi equipo de siempre, entonces Melero me subiría en el escalafón de sus amigos y me pediría las botas con las que marqué el gol de la niebla o la camiseta que llevaba puesta cuando Andrés Magallón, sirviéndose de una jeringuilla para caballos percherones, me inyectó en la banda de La Romareda un preparado milagroso que me permitió volver al campo después de la entrada traicionera y criminal de Luis Aragonés. Si yo fuera el León de Garrapinillos seguro que también me rogaría que le regalara firmados los calzoncillos con los que debuté en primera división, aunque luego no se atrevería a enmarcarlos para exponerlos en su casa junto a la fotografía de Ava Gardner en el coso de La Misericordia, sino que los guardaría en el trastero sin decirle ni media palabra a Yolanda.
También
es cierto que si cantara jotas ocuparía un lugar privilegiado entre los amigos
de Melero, siempre que fueran antiguas cantas de esas que se entonaban en las
despedidas o cuando el corazón rebosaba de alegría, cantas auténticas, sin
adherencias. No digo yo que tuviera que cantar como José Oto, el Royo del Rabal,
Vicente Olivares o como Ánchel Pablo, la joven promesa de la jota aragonesa. Ni
siquiera sería necesario que hubiera ganado cinco mundiales de jota o que me
hubiera presentado al premio extraordinario con una jota dedicada a José
Antonio Labordeta. Me bastaría con saber interpretar dignamente una fiera o una
fematera. Pero nada de eso es probable que ocurra.
Y si un
día yo escribiera un texto, aunque fuera un texto muy breve, y se pareciera de
lejos y en la distancia, a los textos que nos regalan permanentemente Fernando
Sanmartín, Antón Castro o Miguel Mena, Melero me consideraría entre la nómina
de escritores aragoneses que despiertan su emoción cuando los lee y yo saldría
de la postergación en la que me encuentro entre sus amistades. Yo sé que
tampoco es fácil que esto ocurra.
Lo
mejor será aceptar que soy el último de los amigos de Pepe Melero. Me parece
bien que así sea. A veces le digo a Miguel Mena que iré a su programa de Radio Zaragoza como un hombre
sin más. Él me contesta que mientras no vaya como un árbol caído o como un
pájaro herido todo le parece bien. A mí ya me va bien siendo el último de los
amigos de Pepe Melero porque a veces ser el último es una manera de ser el
primero.
1 comentario:
Esto, querido Víctor, es uno de los más hermosos cantos de amistad que haya leído desde hace mucho.
Emocionante de verdad.
Abrazos.
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