En Aragón es frecuente que las vísperas de las fiestas sean tan importantes como las propias fiestas. Así ocurre con la ofrenda de flores que para mí se iniciaba, en realidad, la víspera del día del Pilar cuando acompañaba a mi madre a recoger el ramo de claveles, me probaba el traje de baturro que me hizo mi tía y preparábamos la bota para llenarla de naranjada, el pan y el chorizo para las alforjas, y la gayata –todo aquello era para mis hermanos y para mí el complemento natural del vestuario–. Algunos años después, la víspera de la ofrenda fue la primera noche que pasé en vela, callejeando sin norte, repartiendo el rato entre los bares –pocos bares, que había que estirar las escasas pesetas de que disponíamos para todas las fiestas– y los bancos del paseo mientras reíamos por todo y por nada, como sólo se ríe a los diecisiete años. La víspera de la ofrenda de flores fue para nosotros una suerte de proceso iniciático que nos permitía ingresar en el club de quienes habían sido capaces de estar una noche entera sin dormir. Cuando clareaba el día tomábamos un chocolate con churros y nos acercábamos al Pilar, a la calle Alfonso, o a la Facultad vieja de Medicina para ver como se organizaban los grupos de baturros más madrugadores.
Cuando en 1958 se celebró la primera ofrenda de flores predominaba la tristura del gris en todo el país y había mucho silencio en la sociedad zaragozana. El dictador aún viviría 17 años más y la sombra del régimen se proyectaría después de su muerte. Las fiestas del Pilar eran las fiestas de una ciudad sin ciudadanos porque solo se puede ser ciudadano si se es libre. Algunos se empeñaban en ser ciudadanos contra viento y marea y ejercían la ciudadanía clandestinamente en las catacumbas de la libertad. La ofrenda de flores nos devolvía, por un instante, la condición de ciudadanos que podían disfrutar de su ciudad. La ofrenda permitía a la gente reunirse cuando estaba prohibido el derecho de reunión y conversar mientras caminaban por las calles de Zaragoza.
Durante la Transición, cuando se intentó terminar con algunos recuerdos de la dictadura, hubiera podido ocurrir que la ofrenda resultara un acto anacrónico y perdiera todo el interés. Baste pensar en las jotas patrioteras y fascistas, las celebraciones del día de la raza y del día la hispanidad, la proximidad entre el régimen del general Franco y la jerarquía de la iglesia católica… Por si todo esto fuera poco, en 1913 Alfonso XIII había declarado a la Virgen del Pilar patrona de la guardia civil. Aquello era lo último que le faltaba al día 12 de octubre para convertirse en una lejana y extraña celebración. Todo indicaba que la ofrenda de flores moriría de inanición porque no le interesaría a nadie. Pero no fue así. La ofrenda se vigorizó y se convirtió en un elemento de expresión de los ciudadanos que querían tomar la calle con una ceremonia que no era ni una procesión ni un desfile.
Una de las claves del éxito de la ofrenda radica en que en ella participan todos los que están en la calle. La ofrenda es tanto de como quienes se visten y llevan flores como de quienes miran. La mirada de los otros, la mirada necesaria e imprescindible, nos hace existir. Los que se exhiben y los que contemplan hacen posible el ritual de tomar la calle, de compartir un propósito. La ofrenda nos brinda la oportunidad de ser por un día “nosotros”, la oportunidad de participar en una liturgia ciudadana. Ir a la ofrenda es colaborar en una tarea común. Desde las aceras miramos pasar a la gente vestida con el traje del país como se mira discurrir un río o como se contempla el mar en invierno. La marea de colores nos purifica al tiempo que despierta en nosotros un sentimiento de pertenencia, un sentimiento de identidad. La ofrenda de flores es una fiesta asamblearia. Todo el mundo forma parte del yo colectivo que ese día sale a la calle para pasear, para dejarse ver y para mirar, para ocupar un espacio que le pertenece. La ciudad es de los ciudadanos o no es de nadie. La ofrenda permitió que pasáramos de ser espectadores de la fiesta a ser los protagonistas.
La ofrenda es una ocasión para hacer algo entre todos, para confeccionar un gigantesco manto de colores para la Virgen del Pilar, un manto en el que predominan flores humildes como los claveles, la esparraguera, los lirios o los gladiolos, un manto efímero y breve como son breves y efímeras las cosas que nos hacen más felices.
El éxito de la ofrenda también reside en su simplicidad. Sólo hay que recorrer unos centenares de metros para depositar un ramo de flores. No es necesario ser de un club, de una asociación ni de una cofradía. No hay que ensayar ni hay que superar una prueba de ingreso. No hay que reunir unas condiciones físicas especiales. La ofrenda está abierta a todos. Se puede ir sólo, en pareja, con la familia, con un grupo de amigos… No importa quien seas ni de dónde hayas venido. No importa el traje que lleves, ni la edad que tengas, ni los bailes o las canciones que te conmuevan. Todo el mundo es bienvenido. Hay en la ofrenda un componente imprevisible, un caos dentro del orden.
La ofrenda de flores es un acto que ha perdido su carácter estrictamente religioso, aunque a veces tengo la impresión de que la relación de los aragoneses con la Virgen del Pilar no se explica exclusivamente desde las convicciones o las creencias religiosas. Recientemente, José Manuel Ontañón me contaba que el primer viaje que hizo después de la guerra civil fue de Madrid a Zaragoza. Vino con el encargo de cumplir la promesa que su madre, la maestra María Sánchez Arbós, le había hecho a un miliciano aragonés de la Columna Durruti a quien atendió en el Hospital de sangre en donde ella trabajaba voluntariamente. Aquel hombre le pidió justo antes de morir que le pusiera en su nombre una vela a la Virgen del Pilar.
Afortunadamente, los niños y los jóvenes no han oído hablar de la fiesta de la raza y desconocen el contenido patriótico que quería dársele a la fiesta de la hispanidad… Ni siquiera han visto en la televisión en blanco y negro de nuestra infancia Agustina de Aragón, protagonizada por Aurora Bautista, la película que veíamos las tardes del 12 de octubre. Hoy algunos participan en la ofrenda de flores por devoción, otros por seguir con la tradición que heredaron de sus padres. Para muchos la ofrenda es, simplemente, la ofrenda, un día para tomar la calle, para hacer un ejercicio de ciudadanía que nos permite sentir la ciudad como algo propio, que nos permite recorrer las principales calles de Zaragoza para construir algo entre todos. Los que participan en la ofrenda –quienes llevan flores y quienes miran– son más felices que hace 50 años porque vivimos en una sociedad democrática, infinitamente más culta y más justa que aquella que contempló por primera vez en 1958 como se elaboraba, clavel a clavel, un manto para la Virgen del Pilar.
Víctor Juan
(El periódico de Aragón 12 de octubre de 2008)
12 octubre 2011
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