Me voy a permitir contarles o recordarles algunas circunstancias que nos ayudan a entender quién es Antón Castro. Su manera de fabular y de escribir sólo se explica si atendemos a cómo fue su infancia. Antón nació en Santa María de Lañas, una aldea próxima a Arteixo. Después de veinte años de zozobra intelectual, Pepe Melero ya acepta que los delfines acariciaran las piernas de Antón cuando se bañaba en las playas de Barrañán. También hemos dado por bueno que llovieran ranas cuando Benito, el padre de Antón, volvía de Suiza con un saco de naranjas sanguinas bajo el brazo. Antón era un niño que todo lo miraba de otra manera. En su casa le decían “Planetas” porque cuando contaba las cosas nunca se sabía bien dónde terminaba la realidad y dónde empezaba el terreno de la fantasía. Antón improvisaba partidos de fútbol con botones y los más bonitos se llamaban Yarza, Violeta, Canario, Santos, Sigi, Marcelino, Villa y Lapetra.
En Aragón Antón Castro es, simplemente, Antón. Así se le conoce en el mundo de la cultura y de la política, en el mundo del arte, en el mundo del deporte. Y por supuesto, aquí, en Garrapinillos.
Antón ha contado en muchas ocasiones que vino a Aragón casi por accidente, huyendo de todo, huyendo de sí mismo. Hace treinta años una tempestad le dejó varado en Zaragoza. Como cuenta en “La estación del adiós” aquí encontró a la mujer de su vida, se enamoró, tuvo cinco hijicos que, como dice Mariano Gistaín, valen más que cinco bemeuves. Se quedó entre nosotros con su mirada de niño perpetuo dispuesto a dejarse conmover por los prodigiosos cotidianos de la vida. Cuando decidió quedarse quizá tuviera una camisa blanca que lavaba cada noche y que tendía al raso para que se la planchara la Luna. Quizá viviera en la calle Estudios o en Casta Álvarez y luego se instalara en una avenida que se estremecía con el paso de los trenes. Quizá tuviera algunos libros o carpetas llenas de recortes y fotografías de los temas que le apasionaban: el cine, el fútbol, el boxeo, el atletismo, la fotografía. Lo que sí es seguro es que tenía las 27 letras del alfabeto. Y con ellas contaba el mundo.
Mientras escribía esta breve presentación recordé un delicioso episodio de El cartero de Neruda, la novela de Antonio Skármenta que refleja la importancia de las palabras para entendernos, para explicarnos, para encontrarnos y para amarnos.
Como recordarán, Mario Jiménez, era un joven que cambió su destino como pescador para llevarle la correspondencia a Pablo Neruda. Un día se armó de valor y le confesó a don Pablo que quería ser poeta.
-Hombre, en Chile –dijo Neruda- todos son poetas. Es más original que sigas siendo cartero. Por lo menos caminas mucho y no engordas. En Chile todos los poetas somos guantones.
Neruda retomó la varilla de la puerta, y se dispuso a entrar, cuando Mario mirando el vuelo invisible de un pájaro dijo:
-Es que si fuera poeta podría decir lo que quiero.
-¿Y qué es lo que quieres decir?
-Bueno, ese es justamente el problema. Que como no soy poeta, no puedo decirlo.
Durante estos años, Antón se ha convertido en el señor de las palabras, en el escritor que sabe qué quiere contar y cómo ha de contarlo.
Fotografías Veladas
Catorce años después de publicar Veneno en la boca, un libro de entrevistas que yo he leído decenas de veces, Antón vuelve a Xordica para ofrecernos una veintena de cuentos reunidos en un gran libro titulado Fotografías veladas.
Conviene tener claro desde el principio que una fotografía no es la realidad. Una fotografía es una representación y a veces oculta la realidad o la tergiversa o la embellece de tal manera que preferimos la imagen a la realidad misma. La realidad es un concepto permeable, cambiante. Por eso en Fotografías veladas los personajes de Antón saltan a la realidad y se pasean por lugares reales, pero al mismo tiempo los personajes reales invaden el universo que Antón crea con palabras. En los cuentos de Antón la realidad y la ficción se dan la mano en un territorio mágico.
En Fotografías veladas hay homenajes permanentes. Homenaje a Leoncio Gascón, a Teruel, a Urrea de Gaén, al Somontano del Moncayo, a Loarre, a Zaragoza. Hay mucho fútbol y algunos maestros (como don Antonio y Matilde). Hay muchos personajes reales como Miguel Mena, Paco Boisset, Balfagón, José Luis Melero…
Antón tiene una asombrosa capacidad para enamorarse de los paisajes, de la gente que le acompaña cotidianamente, de la tierra en la que vive. Luego lo cuenta con esa pasión tan suya por contar y a todos nos entran unas tremendas ganas de vivir en Cantavieja, en La Iglesuela del Cid, en Urrea de Gaén o en Fisterra para contemplar los cielos que descubre Antón. Creemos que encontraremos seres imposibles o que nos mirarán las sirenas como le miran a él.
Antón ha hecho de Garrapinillos un escenario definitivamente literario. En estas calles sucedió el encuentro de Manuel Martín Mormeneo con Sonia en “La joven y el reportaje imposible”:
“…Vengo a menudo por aquí. Me gustan los huertos, los albérchigos, las higueras, los manzanos. Alargas una mano y coges lo que te apetece. Además hay una casa que me gusta mucho, toda cerrada con mirtos. Se llama El Aleph. Siempre juego a pensar qué ocurre dentro, en los jardines, cuando cae la tarde”.
Les confesaré que yo he paseado por los alrededores del Alehp con la vana esperanza de encontrarme con Sonia, la miseriosa mujer que conduce un Audi y me consta que lo mismo hicieron en más de una ocasión Javier Torres, Pepe Melero o Rodolfo Notivol. Incluso colgué en la web una fotografía de una falsa Sonia sólo para despertar los celos de Antón y la envidia de Pepe Melero.
Antón Castro ha construido letra a letra su universo literario, un mundo reconocible del que forman parte playas de nombres imposibles y lugares como Garrapinillos, Barrañán, Huesca, Loarre, Cantavieja o Ejulve, y en esos paisajes Antón hace sentir, amar, recordar y, en definitiva, vivir a unos personajes que también son ya nuestros: los masoveros, las sirenas, los fantasmas, las brujas, escritores y futbolistas, niños que sueñan y hombres y mujeres que persiguen el amor porque saben que sólo las pasiones dan sentido a nuestra existencia.
Lean Fotografías veladas. Déjense llevar por las palabras y prepárense para sumergirse en este Macondo particular de Antón Castro en donde viven Patricio Julve y Manuel Martín Mormeneo en un mundo en el que las mujeres huelen a bambú o a manzanas rojas, un universo de seres atrapados en mil pasiones, arrastrados por la melancolía, un universo de seres que miran lo cotidiano como nosotros no seríamos capaces de mirar nunca.
En Aragón Antón Castro es, simplemente, Antón. Así se le conoce en el mundo de la cultura y de la política, en el mundo del arte, en el mundo del deporte. Y por supuesto, aquí, en Garrapinillos.
Antón ha contado en muchas ocasiones que vino a Aragón casi por accidente, huyendo de todo, huyendo de sí mismo. Hace treinta años una tempestad le dejó varado en Zaragoza. Como cuenta en “La estación del adiós” aquí encontró a la mujer de su vida, se enamoró, tuvo cinco hijicos que, como dice Mariano Gistaín, valen más que cinco bemeuves. Se quedó entre nosotros con su mirada de niño perpetuo dispuesto a dejarse conmover por los prodigiosos cotidianos de la vida. Cuando decidió quedarse quizá tuviera una camisa blanca que lavaba cada noche y que tendía al raso para que se la planchara la Luna. Quizá viviera en la calle Estudios o en Casta Álvarez y luego se instalara en una avenida que se estremecía con el paso de los trenes. Quizá tuviera algunos libros o carpetas llenas de recortes y fotografías de los temas que le apasionaban: el cine, el fútbol, el boxeo, el atletismo, la fotografía. Lo que sí es seguro es que tenía las 27 letras del alfabeto. Y con ellas contaba el mundo.
Mientras escribía esta breve presentación recordé un delicioso episodio de El cartero de Neruda, la novela de Antonio Skármenta que refleja la importancia de las palabras para entendernos, para explicarnos, para encontrarnos y para amarnos.
Como recordarán, Mario Jiménez, era un joven que cambió su destino como pescador para llevarle la correspondencia a Pablo Neruda. Un día se armó de valor y le confesó a don Pablo que quería ser poeta.
-Hombre, en Chile –dijo Neruda- todos son poetas. Es más original que sigas siendo cartero. Por lo menos caminas mucho y no engordas. En Chile todos los poetas somos guantones.
Neruda retomó la varilla de la puerta, y se dispuso a entrar, cuando Mario mirando el vuelo invisible de un pájaro dijo:
-Es que si fuera poeta podría decir lo que quiero.
-¿Y qué es lo que quieres decir?
-Bueno, ese es justamente el problema. Que como no soy poeta, no puedo decirlo.
Durante estos años, Antón se ha convertido en el señor de las palabras, en el escritor que sabe qué quiere contar y cómo ha de contarlo.
Fotografías Veladas
Catorce años después de publicar Veneno en la boca, un libro de entrevistas que yo he leído decenas de veces, Antón vuelve a Xordica para ofrecernos una veintena de cuentos reunidos en un gran libro titulado Fotografías veladas.
Conviene tener claro desde el principio que una fotografía no es la realidad. Una fotografía es una representación y a veces oculta la realidad o la tergiversa o la embellece de tal manera que preferimos la imagen a la realidad misma. La realidad es un concepto permeable, cambiante. Por eso en Fotografías veladas los personajes de Antón saltan a la realidad y se pasean por lugares reales, pero al mismo tiempo los personajes reales invaden el universo que Antón crea con palabras. En los cuentos de Antón la realidad y la ficción se dan la mano en un territorio mágico.
En Fotografías veladas hay homenajes permanentes. Homenaje a Leoncio Gascón, a Teruel, a Urrea de Gaén, al Somontano del Moncayo, a Loarre, a Zaragoza. Hay mucho fútbol y algunos maestros (como don Antonio y Matilde). Hay muchos personajes reales como Miguel Mena, Paco Boisset, Balfagón, José Luis Melero…
Antón tiene una asombrosa capacidad para enamorarse de los paisajes, de la gente que le acompaña cotidianamente, de la tierra en la que vive. Luego lo cuenta con esa pasión tan suya por contar y a todos nos entran unas tremendas ganas de vivir en Cantavieja, en La Iglesuela del Cid, en Urrea de Gaén o en Fisterra para contemplar los cielos que descubre Antón. Creemos que encontraremos seres imposibles o que nos mirarán las sirenas como le miran a él.
Antón ha hecho de Garrapinillos un escenario definitivamente literario. En estas calles sucedió el encuentro de Manuel Martín Mormeneo con Sonia en “La joven y el reportaje imposible”:
“…Vengo a menudo por aquí. Me gustan los huertos, los albérchigos, las higueras, los manzanos. Alargas una mano y coges lo que te apetece. Además hay una casa que me gusta mucho, toda cerrada con mirtos. Se llama El Aleph. Siempre juego a pensar qué ocurre dentro, en los jardines, cuando cae la tarde”.
Les confesaré que yo he paseado por los alrededores del Alehp con la vana esperanza de encontrarme con Sonia, la miseriosa mujer que conduce un Audi y me consta que lo mismo hicieron en más de una ocasión Javier Torres, Pepe Melero o Rodolfo Notivol. Incluso colgué en la web una fotografía de una falsa Sonia sólo para despertar los celos de Antón y la envidia de Pepe Melero.
Antón Castro ha construido letra a letra su universo literario, un mundo reconocible del que forman parte playas de nombres imposibles y lugares como Garrapinillos, Barrañán, Huesca, Loarre, Cantavieja o Ejulve, y en esos paisajes Antón hace sentir, amar, recordar y, en definitiva, vivir a unos personajes que también son ya nuestros: los masoveros, las sirenas, los fantasmas, las brujas, escritores y futbolistas, niños que sueñan y hombres y mujeres que persiguen el amor porque saben que sólo las pasiones dan sentido a nuestra existencia.
Lean Fotografías veladas. Déjense llevar por las palabras y prepárense para sumergirse en este Macondo particular de Antón Castro en donde viven Patricio Julve y Manuel Martín Mormeneo en un mundo en el que las mujeres huelen a bambú o a manzanas rojas, un universo de seres atrapados en mil pasiones, arrastrados por la melancolía, un universo de seres que miran lo cotidiano como nosotros no seríamos capaces de mirar nunca.
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